Recuerdo cuando twitter se presentaba como la alternativa ‘profesional’, incluso culta, en el apasionante mundo de las redes sociales, y lo recuerdo básicamente porque hace tan solo un par de años. «Facebook es para ligar y para el ‘colegueo’ y twitter para aprender y compartir experiencias más ‘serias’». Así me ilustraba un conocido muy ‘puesto’ en esto de la modernidad. Me lo creí. En parte porque jamás me interesó facebook, pero me lo creí al fin y al cabo.

Llegué tarde, como a todo en mi vida, pero llegué. Y lo que me encontré no fue del todo decepcionante, al principio. Cinéfilos, ‘analistas’ políticos sesudos, ocurrentes, gente que recomendaba libros y hasta algún premio Nobel que colgaba sus artículos. Pero aquello se fue inflando. Brotaron como hongos los ‘tuitstars’, unos seres con mucho ingenio y con tiempo para parir ocurrencias sin cesar, y muy pesados; y luego los trolls, esos ‘valientes’ que parapetados tras un nombre falso y una foto de internet insultan y después preguntan (a veces ni preguntan).

Muchos de ellos están a sueldo de partidos políticos u organizaciones de distinto pelaje, otros no tienen afiliación, pero sí grandes complejos que destilar. Insultan si eres rojo, si eres pepero, si eres gay, si eres del Atleti o del Betis, si eres rumano o de Santander; el motivo es lo de menos. Y lo peor no es que existan, sino que contaminan, estorban, distraen...

Los filtros son difícilmente compatibles con una libertad de expresión que muchos convierten en libertad de agresión, pero la verguenza si. Me los imagino rastreando el ‘timeline’ en busca de una nueva víctima, mirando de reojo a la puerta de la habitación o del despacho, no sea que entre su pareja, su hija, su compañero o su padre y descubra lo miserable que puede llegar a ser. Por culpa de ellos, twitter vive un mal momento, aunque todo es susceptible de empeorar.