El mundo moderno, occidental, se conjuga en las redes sociales. Se interpreta a golpe de ‘tuit’, de comentario con foto. Un vídeo ingenioso o un ‘me gusta’ en facebook te pueden alegrar el día, aportarte una visión distinta de la realidad o, si eres periodista, regalarte una buena noticia... Dani Rovira utilizó Twitter para disculparse por su monólogo sobre Eivissa en los Goya. Apeló a los amigos que tiene en la isla - que visita sobre todo en invierno, dice -, advirtió que a él le gusta ‘la otra Ibiza’ (sin especificar, porque 140 caracteres no dan para más) y ahí nos ganó. El president Serra aceptó las explicaciones del cómico malagueño. Lo hizo en su perfil de Facebook. Se mostró «cansado» - de escuchar siempre los mismos tópicos - condescendiente y acogedor, quizá sin reparar en que su interlocutor jamás leerá su comentario. Las redes son así, virtuales, y efímeras. «Tengo más de mil amigos en Facebook y a ninguno de ellos les puedo pedir un triste pitillo’ rezaba una de esas portadas descartadas de El Jueves hace un par de años. Cuánta verdad. Personalmente, contrasto más opiniones con algunos ‘followers’ que con mi madre, y si no comparto sentimientos es porque me cuesta diferenciarlos de las opiniones. Y luego están los insultos; benditas invectivas que te hacen más fuerte (o no) y que te recuerdan que tu vulnerabilidad es directamente proporcional al número de personas (mejor llamémosles ‘perfiles’) que ‘te siguen’. Sea como sea, para bien o para mal, estamos atrapados en la red (vaya pleonasmo) y lo peor de todo es que hemos perdido la perspectiva, olvidando que si estamos ahí es por voluntad propia. Por cierto, ayer conocí un hombre sin Twitter ni Facebook y con un teléfono móvil que sólo le sirve para llamar. Un loco, vaya.