Hay pocas cosas que me hagan enervar tanto como el ver a ciudadanos de esta isla su pasividad a la hora de reciclar los residuos que generan o, simplemente, que tiren papeles al suelo con un papelera a escasos metros. En momentos como estos me entran unas ganas enormes de coger al susodicho de la pechera y estamparlo contra el contenedor más cercano, pero me contengo, cuento hasta diez, suspiro un par de veces y paso a su lado con mi mirada clavada en sus ojos queriéndole decir: «Te he pillado y no te digo cuatro cosas porque no soy un sinvergüenza como tú».

También hay gente sobre esta isla que piensa que las heces de su perro son el mejor abono para las aceras y el asfalto de nuestras calles. Son personas que se merecen el mayor de nuestros desprecios, porque con su actitud demuestran que lo de ser cívico es para ‘pringaos’ como yo, que ellos viven la vida como les da la gana y que si a los ciudadanos ejemplares nos molesta, ‘ajo y agua’.

El problema de estos ‘ciudadanos’ no es la ignorancia, porque todos saben perfectamente que el cartón hay que depositarlo en el contenedor azul y que las radiografías hay que llevarlas a la deixalleria. Su problema, y el de todos los que los sufrimos, es que las consecuencias que tienen sus actos sobre los demás les resbalan por su carencia total de empatía. Son los mismos que aseguran no interesarles la política «porque todos los políticos son unos ladrones».

Todos estos especímenes no tienen lugar en una sociedad que quiere ser moderna y puntera como la nuestra, donde el respeto por los demás sea la base sobre la que asentarnos. Estos guarros sin frontera son, para mí, una especie a extinguir.