En lo que a política se refiere, durante décadas - al menos en este extraño país - la opinión sobre ‘las cosas que pasan’ se ha substanciado básicamente en la inercia, en la inconsistente idea de que un partido es como un equipo de fútbol y, por tanto, le debes lealtad toda tu vida. Solo así se entiende la alternancia a la hemos asistido desde el inicio de la democracia.

Pero algo parece estar cambiando en ese aspecto. Asistimos a una suerte de liberación de los miedos o prevenciones que impedían cambiar el sentido del voto. Ya no triunfa el carisma estilo-González, destilado en los mítines y quizá en los breves cortes de un telediario o tipo Aznar, basado en los golpes sobre la mesa y en las supuestas agallas para hacer frente a los problemas de Estado. Ha nacido el político-estrella fraguado en los platós de televisión.

Cobran fuerza catalizadores hasta ahora poco relevantes: los gestos y las expresiones repetidos hasta la saciedad en los debates en directo. Se encaraman en las encuestas, y seguramente lo harán en las urnas, aquellos que se zafan bien en la arena del espectáculo; los que dominan con soltura los ‘Sálvame’ de la política. Pablo Iglesias es el paradigma; a él le debemos «la casta» o aquello de «los de arriba y los de abajo».

Pero hay más. Ahí está el ‘ciudadano’ Albert Rivera, proyecto de presidente del Gobierno a base de pasearse por los canales de televisión, aunque apenas se le conozcan propuestas programáticas. ¿Y qué me dicen de Antonio Miguel Carmona? Todo un monumento a la demagogia y a la mediocridad que bien podría convertirse en alcalde de Madrid y que no hubiese pasado de concejal en la oposición si La Sexta no le pusiese cada sábado la plataforma de su audiencia. Está claro que la política está mutando, y aun no sabemos si para bien.