Reconocer un problema y diagnosticarlo adecuadamente, asumir que uno ha podido cometer errores, actuar a pesar de las dificultades y tomar decisiones preventivas para que los problemas no se repitan. Todo ello constituye el camino lógico que las personas y por extensión las sociedades deberíamos tomar al abordar una determinada situación.

Sin embargo, en muchas ocasiones somos incapaces de reconocer que tenemos un problema y, en caso de hacerlo, no coincidimos en el diagnóstico de las causas que lo motivan. Otras veces, trasladamos la responsabilidad a otros. Incluso ocurre también que, transcurrido cierto tiempo y habiendo encauzado la solución, nos sobreviene un proceso de amnesia que nos lleva a olvidar los problemas que padecimos y los errores que cometimos, reiniciando el mismo camino que nos llevó al desastre.

La intensa crisis económica que hemos padecido estos años es un claro ejemplo de las situaciones descritas con anterioridad.

A día de hoy, y no digamos ya en 2007, no existe coincidencia en el diagnostico de los problemas internos que padecía la economía española y que dieron lugar a la gravísima crisis económica que hemos padecido.

De igual manera, algunos pensaban y todavía siguen pensando que la economía española no sufría ningún problema previo a la crisis. Que la crisis era un pequeño bache originado por unos señores que dejaron de pagar sus hipotecas en Estados Unidos, lo que generó una infundada desconfianza tanto en el sistema financiero español (recuerden: el más solvente del mundo), como en el sólido sector inmobiliario que, por otra parte, había propiciado un robusto crecimiento que era la envidia del mundo.

Según este razonamiento, dado que no existía ningún problema, no debíamos alarmarnos ni tampoco debíamos cambiar nada. ¿Reformas estructurales? ¿Para qué? ¿Por qué deberíamos cambiar lo que funciona perfectamente? El pequeño bache provocado por unos ingenuos americanos se superaría fácilmente expandiendo la demanda agregada desde el sector público y los ciudadanos no debían preocuparse, sólo debían endeudarse un poquito más y con ello levantaríamos la economía en un periquete.

Nada más lejos de la realidad. La economía española, y también la balear, padecían ya antes de la crisis un amplio y variado menú de desequilibrios que en algún incierto momento acabaría provocando, y de hecho provocaron, un desastre.

Y es que el patrón de crecimiento de la economía española desde la entrada en vigor del Euro se sustentó exclusivamente en un exceso de endeudamiento de origen exterior, otorgado bajo unas condiciones muy favorables de tipos de interés que resultaban desconocidas para los españoles y que eran propias de economías más estables y con monedas fuertes.

La facilidad con la que se podía alargar la mano y conseguir dinero prestado para consumir e invertir permitió durante algún tiempo un importante crecimiento económico que fluía por todas partes.

Sin embargo, las posibilidades de seguir creciendo, o no, e incluso las posibilidades de mantener los niveles de renta y bienestar dependían del diámetro de la manguera con la que se inyectaba crédito desde los mercados financieros internacionales.

A algunos esta situación de dependencia les parecía perfectamente sostenible, pues partían de la base de que el crédito era infinito. Es más, cuando en un determinado momento el diámetro de la manguera empezó a reducirse, viéndose afectado el crecimiento de la economía española, esos mismos propusieron el restablecimiento inmediato del diámetro de manguera e incluso uno mayor como solución a los males que se avecinaban.

Desafortunadamente, lo único que quedó acreditado es que existen personas que son incapaces de reconocer que tienen un problema y aunque la evidencia se imponga, no pueden asumir que se han cometido errores.

Lo cierto es que el problema básico de la economía española en general y la economía balear en particular no era el diámetro de la manguera, sino las enormes pérdidas de competitividad que se venían produciendo desde la entrada en vigor del Euro.

Desde ese momento, en nuestro país los costes de producir bienes y servicios se incrementaban año tras año por encima de las tasas de variación media de los países de la Unión Económica y Monetaria (UEM), sin que ello se acompañara de aumentos proporcionales en el valor añadido de estos mismos bienes y servicios. Del mismo modo, se incrementaban los salarios mientras caía la productividad y se aumentaban los márgenes empresariales y los precios sin añadir el más mínimo valor adicional a los bienes y servicios.

Todo lo anterior nos llevó a que los productos fabricados en España eran cada vez menos atractivos para los ciudadanos del resto del mundo, provocando una reducción progresiva de las exportaciones; y menos atractivos también para los ciudadanos españoles, que preferían cada vez más los productos del exterior a los de fabricación propia, provocando un aumento progresivo de las importaciones. Este efecto se tradujo en que el déficit exterior de España alcanzó un nivel equivalente al 10% del PIB, uno de los mayores del mundo.

Debemos reconocer pues, que la economía española en general y la balear, aunque en menor medida, tenían un grave problema: un patrón de crecimiento fiado únicamente al endeudamiento con el exterior.

Sin embargo, en mi opinión, la única forma de alcanzar un crecimiento económico sostenido y sostenible es aumentar los niveles de competitividad, añadiendo cada vez mayor valor a los productos, de forma que se produzcan mejoras significativas de la relación calidad-precio. Es decir, un mejor crecimiento basado en lo que producimos y vendemos y no en la medida en la que nos endeudamos.

Seguirán existiendo personas como el perfeccionista de Giovanni Sartori que, ante el fracaso de sus soluciones, recomendarán doble ración afirmando que los ciudadanos, las empresas y el sector público no gastan lo suficiente, que deberían gastar más y seguir pagándolo a crédito.

En mi opinión, la pérdida de competitividad de nuestra economía fue el problema grave que originó la crisis y para superarla había que atacar el origen y recuperar la competitividad perdida. Pero de esto último hablaremos en un próximo artículo.