Hace cinco años que Sant Antoni me acogió -con los brazos abiertos, por cierto- y lo adoro. Adoro a sus gentes, las que me recibieron al venir y las que he ido conociendo, sus rincones, sus calas y, obviamente, sus eternas y únicas puestas de sol. Recorrer el paseo marítimo en soleados días de invierno, disfrutar de artesanías los sábados en Buscastell o pasear entre los almendros en flor de Corona entre enero y febrero. O, como el domingo pasado, sentirme un portmanyí más al presenciar la entrega de las Medallas de Oro y Plata y los Premis Portmany. Fue realmente emocionante sentirse un poco parte de todo ello, aunque solo fuera como espectador. Sin embargo, ayer, hoy y siempre me ha acompañado una cierta desazón, resultado del difícil equilibrio entre algunas contradicciones de este pueblo. Me gusta la calma y reposo que me ofrece durante la mayor parte del año, aunque luego haya unos pocos meses ciertamente complicados. Como ciudadano, cuando dejo a un lado la pluma, coincido con esa mayoría de portmanyins, nacidos o venidos como yo, que lamentan que suela reflejarse solo la parte más fea del pueblo. Habas similares se cuecen en otros municipios y no generan tanto ruido. Bien dijo el domingo Vicent Marí Prats que Sant Antoni va siempre por delante, es pionero, tanto para lo bueno como para lo malo. No vamos a superar aquí las palabras de su discurso. Ya sabemos que Sant Antoni no es un lugar que sirva de ejemplo para muchas cosas. O mejor dicho, puede tomarse como mal ejemplo de otras varias, sobradamente conocidas por todos. Pero tampoco creo que merezca pasar por ser la oveja negra de Eivissa.

Yo lo vivo como un amor apasionado, con sus arrebatos, con sus besos y sus riñas, con sus encuentros y desencuentros. Bueno y malo a la vez. Me gusta Sant Antoni.