Ayer le comenté a mi pareja que ya tenía claro qué papeleta iba a introducir en mi sobre dentro de dos meses cuando acuda al CP Portal Nou a ejercer mi voto. Porque estoy plenamente convencido de que el deber de todo ciudadano es el de votar, sea a quien sea, para reconocer el trabajo y la lucha de muchos de nuestros antepasados que se jugaron su vida por este derecho. Debo reconocer que en ocasiones contadas he repetido el sentido de mi voto de una elección a otra, moviéndome casi siempre por sensaciones y con más corazón que cabeza. También tengo que decir que hay ciertas líneas rojas que si un partido político las supera ya puede olvidarse de contar con mi apoyo.

En el tiempo que llevo trabajando como periodista en Eivissa he tenido la oportunidad de conocer a muchos políticos y aspirantes a gobernantes y creo que puedo presumir que con la mayoría he tenido una relación cordial, a pesar de que pienso que muchos de ellos creen que soy de los que votan a su rival. Y seguramente están en lo cierto. Soy de los que les cuesta fiarse de la gente, y mucho más de personas que no conozco personalmente. Por eso, cuando he votado a alguna lista que ha conseguido gobernar y en el tiempo que ha estado en el poder no ha estado a la altura de las expectativas que había puesto en ella, me he sentido defraudado. Un sentimiento que el paso del tiempo no consigue desvanecer y hace que cada vez sea más selectivo y triat de viandes. Eso no significa que de aquí a finales de mayo aparezca un mirlo blanco que haga replantearme mi opinión actual, porque las campañas electorales son como noventa minutos en el Bernabéu: muy largos. Y por muy culer que sea, mi color es, de momento, el blanco.