Qué tiempos aquellos en los que uno veía la caja tonta en blanco y negro.

Ella toda cuadrada. Pesada. Generalmente de madera barnizada, cubierta por un cristal de culo de botella como las gafas esas de pasta gorda que te ponía el oculista si tenías la desgracia de acabar en su consulta, y de dos marcas: Iberia o Vanguard. ¡Y a correr! que con eso ya bastaba, porque total; si había dos cadenas. Una la UHF y la otra la VHF. Dos botones. dos antenas. Dos colores (el blanco y el negro). Todo era cosa de dos. No me digan que la cuestión no era romántica. Este es el estado natural de las cosas. O si. O no. O blanco. O negro. O día. O noche. ¡Sí! Amigos lectores: El tema ya viene de viejo. Hasta los chinos con su yin y con su yan nos enseñaron que en el mundo hay bien y hay mal; o dicho en nuestro precioso idioma: Gente con buena y con mala leche.

Y es que en el fondo la vida era cosa de dos como antes dije. De dos, y por ende, nada complicada, puesto que la elección siempre era simple. O una cosa u otra. Hasta los bolígrafos eran de dos tipos: «El bic que escribe fino o el bic que escribe normal». Y al que no le gustase, un tintero y a dejarse hecho un Cristo de tinta con el plumín que siempre goteaba. Ahora los tipos de bolígrafos se cuentan por miles. Así estamos ahora que no sabemos que elegir de tanto que hay.

Hasta aquí todo políticamente correcto. Todo iba bien, y funcionaba según las inmutables leyes de la naturaleza de Parménides. Sin embargo todo cambió. Yo lo pude percibir en mis propias y tiernas carnes, cuando mis payasos de toda la vida, que andaban metidos en esa caja que algunos llaman aún televisión y otros pantalla,- imagino que porque cambia su definición continuamente por su pixelado, que antes, con 725 líneas y menos, iba que se las pelaba - me aparecieron repentinamente una tarde de primavera en la tele de casa de un amigo rico, llenos de colorines por todas partes. Alguien los había estado pintando con colores desteñidos al estilo del payaso triste «Micolor». Allí cambio la historia de la humanidad. Lo vi desde el primer momento. Se perdió la inocencia de aquel niño que comía pan con chocolate o salchichón con margarina tulipán sobre una barra de pan o una viena. No había más. No como ahora que hay mil tipos de pan llenos de porquerías que antes no se hubieran comido nuestros ancestros si no era miga blanca. Y si no, que se lo pregunten a nuestras madres y abuelas lo que es el pan hecho con harina de maíz. Incomestible. Si hubiéramos de ser positivos en algo al menos cabría decir que no era transgénico. ¡No! Si quien no se consuela...

Así pues. Todo cambio con mis payasos de la tele. Pasaron del «había una vez» único en blanco y negro, al variopinto y colorista del «eran uno dos y tres los famosos mosqueperros. Luego vino el 1,2,3, y así, y con el color de fondo invadiendo nuestra mas intrínseca intimidad , entraron en nuestras vidas lo que ahora algunos llaman pluralidad de contenidos, que no es más que decirte: - Te vamos a hinchar de cosas para que puedas elegir entre todas ellas y te vamos a volver más tonto que la caja tonta que estás viendo -. Y así. Lo que era un «cosa de dos» o como dicen los alemanes «unter vier augen» que quiere decir literalmente entre cuatro ojos, la civilización se volvió loca al más puro estilo de Sodoma y Gomorra y entró en ese mundo del consumo enfervorizado, en donde todo se compra y todo se vende y en donde nada es para siempre.¡ Y ahí. Justo ahí! y en ese momento, se rompió el romanticismo bipolar que caracterizaba la prehistoria humana tecnológica teñida de blanco y negro. Había llegado el color. Y con él. El consumo generalizado y el Je t’aime. Moi non plus y el « Si te he visto no me acuerdo» . Y La clave del meollo - ¡crean me! estuvo en los payasos. En los payasos y en su «había una vez...» que desencadenó el proceso fatídico.