Ya he encontrado la fecha a la desaparición de Eivissa. Nuestra Eivissa. Fue a mediados de los años noventa, justo el día que se inauguró en el centro de Vila el primer establecimiento fast food de la isla que combinaba –y todavía continúa haciéndolo– pollo empanado y pizzas. Hasta entonces Eivissa había sobrevivido sin necesidad de ningún restaurante de este tipo ni de ninguna franquicia de moda. Y no nos iba nada mal. Pero la globalización lo cambió todo. En la Eivissa de entonces la fauna más frecuente con la que podías cruzarte por la calle eran familias enteras de alemanes con sus sandalias y calcetines blancos y británicos sin camiseta achicharrados por el sol. En la playa, las pelotas de los chavales que jugaban a las palas eran el mayor de los peligros, mientras que ahora tienes suerte si no acabas en Urgencias de Can Misses con una perforación de tímpano provocada por las pseudodiscotecas en primera línea de mar.

Creo que no es necesario aclarar que siento nostalgia de aquellos tiempos. Muchísima. Una época en la que, por ejemplo, poca gente conocía es Canaret, un recóndito rincón de la costa de Sant Joan en el que ahora solo falta instalar un chiringuito para que aquello se parezca todavía más a s’Alamera. Y es que Google Earth ha hecho muchísimo daño a los amantes de los encondrijos y la tranquilidad.

Sé cuándo cambió todo en Eivissa, pero no alcanzo a entender el porqué. ¿En qué momento a alguien se le ocurrió que los ibicencos viviríamos mejor rodeados de un lujo que nunca tuvimos ni tendremos? ¿Quién decidió coger ese camino que quizás no tenga vuelta atrás? Yo hace tiempo que comprendí que más no significa mejor. Está claro que pocos piensan como yo en Eivissa.