Días atrás tuve la oportunidad de conocer a Theo Kopp, el alma mater del rastrillo de Cala Llenya, que llegó a Eivissa a principios de la década de los setenta desde la seria y fría Alemania. Me explicó lo feliz que fue –¿y quién no lo es con veinte años?– en una isla en la que se respiraba libertad, pero donde el turismo empezaba a llenar los bolsillos de los ibicencos. Mientras me contaba lo bien que se lo pasaban él y otros alemanes de la zona de Sant Carles comiendo un bullit de peix (y bebiendo) en el restaurante de Bigotes en Cala Mestella, a mí me entraba la nostalgia de no haber podido disfrutar de aquella época.

Sin embargo, mi añoranza se convirtió en amargura al darme cuenta de que ninguno de nosotros, y mucho menos nuestros hijos, podrán vivir algo similar. Eivissa hace mucho tiempo que perdió la inocencia. Los ibicencos nos cansamos de trabajar el campo por cuatro duros y convertimos nuestros corrales en apartamentos. Secamos fuentes y pozos para llenar nuestras piscinas, a la vez que las barcas que ahora llegan a puerto lo hacen con guiris borrachos a bordo en vez de con redes llenas de pescado. Vimos el dinero fácil y lo cogimos. Nadie tiene la culpa, ¿quién no querría trabajar menos para conseguir más?

Cuando mis abuelos me vean después de leer esto me dirán que deje de escribir tonterías y que en nuestra isla nunca se ha vivido tan bien como ahora. Como digo, aquella Eivissa no volverá y tendremos que conformarnos con las fotos de tono sepia y los recuerdos de nuestros mayores.