Parece que no aprendo. Me sé de memoria las "Leyes de Murphy", como si hubiese opositado durante años al principio empírico basado en el adagio "si algo puede salir mal, saldrá mal", y continúo tentando a la suerte. Nunca, léanlo bien y memorícenlo, nunca, debemos decir frases como: a mí, en la vida me han robado, jamás se me ha roto la pantalla del teléfono a pesar de las caídas, o hace mucho que no me sale un grano. La causa científica con la que argumento esta afirmación se basa en la experiencia y en los experimentos de ensayo y error. En este 2015 he pronunciado esos tres enunciados y en un macabro plazo de siete días se han materializado. Por eso voy a cambiar de tercio y a modificar mis aseveraciones por otras: yo nunca he adelgazado diez kilos por ciencia infusa, no me ha tocado el Euromillón y mi agencia de comunicación no ha podido desbancar al resto en ámbito nacional. Si alguna de ellas se hace realidad prometo contárselo en otro artículo.

Sea como fuere, y con el fin de contextualizar mi titular, el pasado fin de semana, como deducirán por los tres supuestos que les he planteado, me hurtaron la cartera. El momento dramático que se produce cuando vas a pagar y de pronto su tacto no te responde desde el interior del bolso es similar al que padeces cuando te tropiezas ante un auditorio repleto de gente. Calor, frío, incredulidad… Vacías el bolso varias veces, miras a tu alrededor, dudas de que lo que ha ocurrido sea verdad y de pronto, entras en pánico y visualizas todo lo que te han quitado "al descuido". Porque cuando pones la denuncia en la Comisaria te explican que, al no haberse producido con fuerza y al no poder recordar en qué momento quitaste el ojo a tu monísimo bolso, en el fondo la culpa es tuya por negligente. A mí me suena a «te han tocado el culo porque llevabas una falda muy corta y te lo estabas buscando», pero en fin… Allí estaba yo, sin poder pagar y recordando todo lo que se había marchado con aquella mano larga. El dinero, que lo había, al final, como dicen todos, es lo de menos, pero el DNI, el carné de conducir, las tarjetas de crédito, las tarjetas sanitarias, las fotos de mis sobrinos, una de las notas más bonitas que me han escrito…

Y de pronto se obró el milagro. Cuando estaba a punto de llenarme de valor e intentar renovar toda mi documentación «perdida», una llamada de teléfono cambió el curso de todo. Era un amable señor que me decía que había encontrado mi cartera tirada en una gasolinera y que al ver mi tarjeta de visita dentro me había llamado para devolvérmela. Cuando la trajo a la oficina, porque incluso se molestó en venir en persona, estaba sucia, muy sucia. Era negra y parecía marrón, tenía pinta de haber sufrido mucho y contenía todo lo valioso con lo que se marchó salvo el dinero, obviamente, tanto el válido en curso como los billetes de la suerte que llevaba desde los años 90, y un relicario que me regalaron en Roma. Le di las gracias al amable caballero que cambió mi semana de gris a azul y le recordé que el que hace cosas buenas sin pedir nada a cambio recibe la misma moneda, otra Ley de Murphy que en la mayoría de los casos se produce. A ese señor anónimo y sonriente le deseo lo mejor, que le toque la quiniela, mucha salud y más amor. Mientras, al ratero de poca monta, poca ética y menos luces, le recuerdo lo mismo: «la vida nos da lo que sembramos», y por mucho que se quedase con el trocito de manto del Papa Juan Pablo II que por alguna extraña razón llegó un día a mi poder, nada le salvará de lo que es.

Era negra y estaba sucia, ya no me gustó su energía, así que cogí toda mi documentación, sonreí y tiré la cartera.