Hace unos años, a final de los noventa, hubo una especie de psicosis colectiva en Barcelona. De repente, a una serie de edificios en mal estado les dio por escupir a la vía pública partes de sus balcones. Unas veces caían pequeños trozos de material de obra, otras eran de tamaños mortales.

Casi siempre, el espontáneo meteorito impactaba contra el suelo. En otras ocasiones, desgraciadamente, acertaba en algún transeúnte. Hubo heridos e incluso muertos.

La prensa relató cada episodio, provocando una creciente alarma entre los vecinos. Muchos optaron por andar a, al menos, dos metros de las fachadas, si el ancho de las aceras así lo permitía. Las comunidades de propietarios, por su parte, se pusieron manos a la obra para subsanar las deficiencias de sus edificios.

Recuerdo que un avispado y ácido cantautor catalán, apellidado Collell, dedicó un tema al extraño fenómeno: ‘Plouen balcons’ (llueven balcones). Con una vis más sarcástica y ácida que cómica, alertaba de los peligros de pasear por la Ciudad Condal: «No es agua lo que llueve, son vigas de corcho y de cartón... y baldosas de papel charol».

Aquí, en Eivissa, el problema es otro. Ya saben. Los balcones se suelen quedar quietecitos. Pero caen otras cosas o, mejor dicho, caen personas. Es una situación que se repetite cada año. Hace una semana fue en Sant Antoni. El sábado tuvimos el último ejemplo en Vara de Rey. Ayer, de nuevo en Sant Antoni, todo apunta a que se trató de un accidente.

Con este fenómeno, un servidor puede pasar del asombro a la indignación, habiendo transitado por otras emociones como la compasión, la incredulidad, la rabia, el horror, la pena, la vergüenza, el rechazo o el hartazgo, como muchos de ustedes. Luego toca contarlo, con rigor. Pero, como ciudadano, me pregunto: de verdad, ¿no hay nada que se pueda hacer?