El West End de Sant Antoni siempre está en la picota, casi siempre con merecido motivo. Por el ruido, por la limpieza, por los delitos y sucesos –algunos estremecedores– que se dan en esta zona de ocio nocturno.

Las quejas son continuas y provienen de todos los sectores. Los residentes ven que las ordenanzas no se cumplen. Los empresarios, al ver que no llega más policía, toman la iniciativa y contratan seguridad privada para sus locales y terrazas. Al menos, así se rebaja la sensación de impunidad. Las administraciones y cuerpos de seguridad expresan voluntad, pero no denotan excesiva capacidad.

Entretanto, queda la casa por barrer y no hablo solo de limpieza. Los vendedores de gafas de sol hacen su agosto todas las noches –y a plena luz del día– sin vender un solo par de lentes. Las bodegas sirven alcohol las 24 horas. El gas de la risa parece no estar extinguido. Y un largo etcétera que podría ocupar varios párrafos.

Los grandes males requieren grandes remedios. Se pide consenso para hallar una solución. Se reclama unidad para exigir más medios. Pero se me antoja que, mientras el menguante pastel alimente a unos y otros (legales e ilegales), nadie querrá renunciar a su porción, aunque cada vez sea más pequeña y su sabor ya no sea dulce, sino más bien amargo.

Mientras la burbuja tenga aire, el West dará cobijo a todas estas situaciones. El pastel, hasta que no se acabe, generará luchas y no encuentros. La burbuja, hasta que no reviente, no podrá volver a tomar aire nuevo.

Creo que, para que algo cambie en el West End, éste debe tocar fondo. ¿Que ya lo ha tocado? Yo creo que todavía no. Que aún tiene margen para empeorar, que migajas quedan para rato antes de pensar en otro pastel.