En una isla consagrada al hedonismo el pulso de la vida se debe tomar en uno de sus locales exclusivos. A partir del martes pasado ya puedo decir que he estado en el corazón de Ibiza.

En los baños del Heart observé una obra de arte (reconozco que pensé que era una lámpara moderna) mientras un músico con aire bohemio tocaba el saxo en el retrete. Tras apreciar unas piernas (reales) sobresaliendo de unas cortinas de diseño y dos conmovedoras piezas de Murakami (Takashi, que no tiene nada que ver con Haruki, el eterno aspirante al Nobel de Literatura) degusté una explosión de oliva (simplemente perfecta) mientras el propio artista -uno de los más cotizados del planeta- hacía cola detrás de mí para deleitarse con el mismo bocado. Ser insignificante en la isla de las celebrities te permite codearte con ellas, siempre que no detecten que las has detectado. Más allá de las aceitunas y los escultores de relumbrón, el street food de la terraza de Heart ofrecía una pasarela perfecta para una tarde-noche de verano; una de esas donde el número de personajes siempre supera al de personas. Performance, conciertos improvisados, platos sorprendentes, modelos de nombres impronunciables, el PSOE de Eivissa casi al completo -aquí hay rituales escapan a cualquier ideología- y un Albert Adrià multiplicándose, y con delantal, para supervisar los manjares.

Ibiza late con la fuerza en sus exquisitos clubs, avalados por grandes firmas; consciente de que ese motor se parará con el fin el verano, como esas flores digitales de Miguel Chevalier que adornan una enorme pared en el restaurante interior del complejo; ‘naturalezas’ efímeras que nacen y perecen, como cualquier experiencia sensitiva que se precie. Mientras tanto... the show must go on.