Me declaro un amante de los colores lisos. No suelen agradarme las rayas ni los estampados ni los ribetes y hasta intento evitar lucir cualquier logotipo. Tonos lisos, que por sí mismos ya transmiten una historia, un manera de hacer o simplemente un estado de ánimo. Unos días el cuerpo me pide rojo y otros azul. Unas veces me inclino por el negro y en otras ocasiones prefiero el blanco adlib.

Mi apuesta monocromática se traslada a la ropa y el calzado que visto, al mobiliario y las paredes de casa, a mi piel (pálida en invierno y tostada en verano, pero indiscutiblemente libre de tatuajes) e incluso en mi coche.

Sobre este último, mi vehículo, unas veces estará más limpio y otras menos, pero no me gusta decorarlo con ninguna marca, ningún escudo, ningún logotipo ni ningún mensaje o eslogan que le diga al mundo cómo soy o cómo quiero parecer. Para mí, el color ya es el mensaje.

Ni siquiera le puse un ‘Eivissa diu no’, que creo que sería lo único que habría colocado con auténtica convicción en los últimos tiempos.

Pero hace unos días, alguien decidió cambiar eso. Tras disfrutar de la verbena de Sant Joan en Talamanca, regresé hasta mi coche, que había dejado estacionado cerca de la avenida 8 d’Agost de Vila.

Al guardar la toalla y otros enseres las vi. Allí estaban dos pegatinas circulares que anunciaban sendas fiestas de dos discotecas distintas, rompiendo el elegante azul marino de la carrocería.

«¡Horror!», me dije. Tenía que hacer algo. Una se dejó retirar con suma facilidad. La otra todavía sigue allí, resistiendo a los envites de mis uñas, esperando un baño de esmalte y un buen rascado por mi parte. Entretanto, mi coche dice que me gusta una fiesta a la cual no creo que asista.