La biografía de Joan no la encontrarán en ningún libro de memorias. Las enciclopedias tampoco hablarán de él, porque su vida transcurrió en el anonimato casi absoluto, como le pasa a la mayoría de ibicencos que bordean o sobrepasan los ochenta años. Joan no tuvo hijos, pero todo el amor que él y su esposa Eulària tenían reservado se lo entregaron a sus familiares y amigos, entre los que me incluyo. Y también a los animales. Porque Joan fue un extraordinario cazador con podencos ibicencos. Una afición de la que no pudo disfrutar en los últimos tiempos por su progresivo deterioro físico.

En su casa de es Puig d’en Valls, junto al torrente de ses Dones, tenía unos corrales donde guardada a sus canes. Le encantaba enseñárselos a todo el mundo. Y a mí que me explicara todos sus secretos. Pero a Joan, como a la gran mayoría de hombres y mujeres de su generación, también le entusiasmaba jugar a las cartas. Fueron centenares las veladas que mi familia y el matrimonio vallenc pasaron jugando a l’escambrí o al ramer. Entre el final de un juego y el inicio de otro siempre había tiempo para que Joan contara una anécdota o relato de su infancia en Sant Llorenç, su pueblo natal. Las contaba con una oratoria como sólo saben hacerlo aquellos hombres y mujeres que han crecido alrededor de una lumbre, escuchando las viejas historias vividas por sus mayores. Y las explicaba con su media sonrisa, con aquellas pausas que hacían que estuvieras todavía más atento a lo que te estaba contando. Sé que me apreciaba, espero que él supiera que yo también le tenía muchísimo cariño.
Joan d’en Ferrer se fue como vivió: en silencio, de manera austera y acompañado por los suyos. Sin él, esta isla pierde a uno de sus miles de hijos anónimos que tanto bien han hecho por ella y nunca protagonizarán la portada de ningún diario. Sin Joan, Eivissa es menos Eivissa.