Una muestra conjunta de Douglas Gordon y Tobías Rehberger; las enormes obras (por tamaño o por lo que sugieren) de Takashi Murakami en el complejo que forman el Ibiza Gran Hotel, el Casino y el Heart; el Winston Churchill con cresta punk de Banksy en Atzaró, y las acciones de algunos de los mejores grafiteros del continente; la exposición que el jueves inaugura Domingo Zapata, uno de los actuales niños mimados por los mecenas y críticos de la Nueva York más vanguardista (disculpen el pleonasmo)... y Bechtold, un genio entre nosotros. No todo lo que se vende como arte en Ibiza lo es, pero los ejemplos citados me parecen incuestionables, como también me parece indiscutible que en muchas ocasiones esas obras, intervenciones, geniales salidas de tono están rodeadas de un vacío ensordecedor, o peor aún, de una indiferencia consciente. ¿Cuántos de los miles y miles de turistas que nos visitan pasarán por Ushuaïa para curiosear entre las propuestas de Zapata?, ¿Cuántos conocen a Bechtold?, ¿Cuánto tiempo observarían una pieza de Murakami más allá de los segundos de rigor? Está claro que la inmensa mayoría de turistas que llegan a la isla lo hacen atraídos por otros reclamos y que una buena exposición, una sala decorada con futuras o presentes obras maestras, en esta tierra, como mucho pueden aspirar a ser meros complementos en el paquete de unos días de vacaciones; pero me temo que hasta esa humilde pretensión es poco menos que una quimera. El hedonismo bloquea la esencia de lo que cualquier expresión artística puede ofrecer. Aún así, aplaudo a los valientes que intentan elevar el estatus de una isla convertida en una extraña selva por el marketing y el business, y quizá por nosotros mismos.