Hay excesos y excesos. Por regla general cometer un exceso tiene una connotación negativa. Algunos pasan a la categoría de abuso y otros directamente sonrojan o avergüenzan. Pero primero les comentaré un exceso que rompe la regla: un exceso positivo. Me explico. Algunas mañanas, cuando deshago los pasos que me han llevado corriendo hasta Cala d’en Serra, me cruzo con el bueno de Jose Maria, que lleva sus pasos hacia el faro de Moscarter. Jose Maria es un espigado portugués de Póvoa de Varzim, del distrito de Porto. Desde hace años veranea en la zona norte de Eivissa. Una vez me comentó que cuando está aquí se siente uno más de l’illa. Me encanta su exceso de celo por la isla. Al tiempo que camina va retirando los rastrojos o recogiendo las basuras que algún desaprensivo ha tirado en la cuneta. Sería un gran fichaje para la campaña de ‘Auxilio contra el fuego’ impulsada por el ayuntamiento de Sant Joan. El excesivo cri cri cri de las chicharras que acompaña nuestros pasos también empieza a gustarme. Pura naturaleza. Desgraciadamente, en la balanza hay otros excesos mas dañinos. Excesos que si no se frenan pueden acabar en males irreversibles. Es el caso de la sobreexplotación en Formentera. La población de la pitiusa menor se multiplica por cuatro en verano y hay días en que las aguas cristalinas que la rodean son imposible de disfrutar por la acumulación de lanchas, catamaranes, yates o megayates que fondean sobre las praderas de posidonia. Lo dicho, si no se pone freno, el paraíso se puede acabar. Apostar por un turismo de calidad implica cuidar la oferta, el producto, la materia prima. Pero ojo con los excesos. 337 euros por un pescado fresco, una ensalada, un pan con all-i-oli, un vino, dos cafés y una botella de agua es un abuso que sonroja.