En la actualidad es un hecho cierto que la desafección y la desconfianza ciudadana respecto a los políticos y el papel que la Administración pública juega en la ordenación del municipio es cada vez mayor. Y es también cierto que buena parte de la ciudadanía considera que la labor de la Administración es opaca, condicionada por intereses particulares y susceptible de corruptelas varias.

Es esta desafección, este alejamiento entre el sistema político y la ciudadanía, la que ha llevado a los políticos, especialmente en el ámbito de las entidades locales, a tomar conciencia de que la participación de la ciudadanía en los asuntos públicos es una necesidad.

La pérdida de la democracia representativa ha hecho necesario el discurso de la participación ciudadana. Así, en campaña electoral hemos oído a los políticos frase parecidas a éstas: «es necesario abrir la ciudad, y las instituciones a los ciudadanos», «no puede haber democracia sin participación», «hay que regenerar la vida democrática», «pretendemos ser el gobierno de todos»....

No se engañen. La mayoría de los políticos perciben la participación ciudadana como un intrusismo en su posición de dominio, como un incordio. Son celosos defensores de su estatus. No es deseable que el ciudadano se interese por la política. Lo deseable es que el ciudadano se interese por sus problemas propios. Saben que el individuo es fácilmente contentable, manejable... no quieren una ciudadanía activa, sino controlada.

Desde una perspectiva estrictamente lingüística, participar es tomar parte de algo, intervenir junto con otros. Es, en sí mismo, un concepto activo y conlleva también un sentido de pertenencia: tomamos parte de en cuanto nos sentimos ‘parte de’. Por tanto, aplicado este término a la ciudad, al municipio, bien podríamos decir que la participación ciudadana es la capacidad que tienen los ciudadanos para tomar parte activa, para involucrarse, para influir, en la preparación, diseño, ejecución y evaluación de las políticas públicas. Somos ciudadanos en cuanto que formamos y nos sentimos parte activa de la ciudad.

Sin embargo, la realidad muestra que la ciudadanía no es considerada como tal. Se nos informa, se nos permite elegir y opinar pero nada más. No tenemos capacidad de proponer o decidir, no hay debate, no hay diálogo, no hay implicación, no hay participación. La administración siempre sabe lo que hay que hacer, sabe hacerlo todo... son perfectamente conocedores de la realidad del municipio. El Ayuntamiento por sí mismo garantiza el correcto funcionamiento de los servicios y procedimientos... o eso nos dicen. Por lo tanto, de lo único de que se trata es de convencer al ciudadano de que sus propuestas son las adecuadas porque saben que del grado de satisfacción del ciudadano dependerá la perpetuación en el cargo público. Y si las propuestas no le convencen o no le gustan, reclame o preséntese a las elecciones. Es decir, reducen o confunden la participación ciudadana con la queja o con el derecho a estar informado o con la capacidad de elegir o de ejercitar el derecho al voto

Por eso, cuando a algún político se le pregunta por la participación ciudadana responde: «Cualquier persona puede acercarse a las dependencias municipales», o bien: «Yo mismo estoy dispuesto a atenderle», «me tienen las 24 horas», o bien otras frases como «hemos creado un servicio de atención y orientación al ciudadano en el que pueden...», «existe un reglamento de participación ciudadana», «estamos tratando de mejorar los cauces de acceso a la información», entre otras muchas frases.

Quizá el problema radica en que los políticos, en su afán de acceder al poder, contemplan la democracia como una suerte de elección en la que, una vez obtenida la representación, adquieren la posesión o la propiedad del cargo para el que han sido elegidos, olvidándose del hecho de que su representación es delegada por otros: los ciudadanos, quienes, por tanto, tienen derecho a conocer y participar. Obtenido el poder, actúan a modo de empresarios o gerentes de su empresa, el ayuntamiento, y perciben a los ciudadanos no como tales sino como clientes de su empresa. Y, ya saben, hay clientes que reciben un especial trato de favor fundamentalmente atendiendo a criterios financieros, mediáticos, de mera amistad o simplemente de voto. Y sólo éstos tienen la capacidad de influir en la confección y elaboración de las políticas, que, aunque públicas, atienden en primer lugar a la satisfacción de sus intereses propios.

Así que cuando en un determinado municipio se produce un cambio electoral, en realidad lo que se esta produciendo es un cambio clientelar. la victoria electoral tiene como consecuencia no un cambio en el modo o forma de gestionar la ciudad, de gestionar la cosa pública, sino un cambio en la posición de privilegio. Tras la derrota electoral, los antiguos clientes ceden a los nuevos su posición de privilegio. Pero, en uno u otro caso, este trato de favor con determinados grupos o personas, esta situación de privilegio se hace siempre a costa de un tercero, que es el ciudadano común, el ciudadano de a pie, al que no le queda mas opción que la queja.

Muy bien, podría decirse que, respecto al ciudadano común, los políticos nos escuchan, ¡pero no nos oyen!; nos saludan, ¡pero no nos ven!; nos reciben, ¡pero no nos invitan a quedarnos!

A veces pienso que, dentro de la democracia, los partidos políticos son el equivalente a lo que en el catolicismo es a la Iglesia. En nombre de Dios, la Iglesia ha cometido y sigue cometiendo auténticas barbaridades. En nombre de la democracia, los políticos han cometido y siguen cometiendo auténticas barbaridades. Pero, ¿cómo puede ir el católico en contra de quien dice que representa y habla en nombre de dios?, ¿cómo puede ir el católico en contra de quien dice que le promete la salvación y le garantiza la vida eterna?, ¿y cómo puede ir el ciudadano en contra de quien dice que representa y habla en nombre de la democracia?, ¿cómo puede ir el ciudadano en contra de quien dice que le promete el bienestar social y le garantiza el estado de derecho? Ni Maquiavelo en su momento mas lúcido hubiera ideado un sistema tan perverso.

Así que, al final, a los ciudadanos no no quede otra que cantar a nuestros representantes políticos lo que a finales del siglo XIX, restaurada la Monarquía, tras el breve paréntesis de la Primera Republica española, se le cantaba al Cardenal Benavides: Que nos dé fruto la tierra, que nos den vino las vides, y que le den por... al Cardenal Benavides.