El Evangelio nos habla de la curación de un sordo y mudo que obra Jesucristo. En el milagro del sordomudo podemos encontrar una imagen de la actuación de Dios en las almas. Para creer es necesario que Dios abra nuestro corazón a fin de que podamos escuchar su palabra. Después, como los Apóstoles, podremos anunciar las maravillas de Dios. El Espiritu Santo Paráclito, el Consolador, realiza en nuestras almas efectos comparables a los que Jesús ha realizado en el sordomudo.

Cuando le traen al Señor el sordomudo, ruegan que le imponga su mano. Jesús apartándolo de la muchedumbre, metió los dedos en su orejas, y con saliva tocó su lengua, y le dijo: «Effeta», que significa ‘ábrete’. Al instante se le abrieron sus oídos, quedó suelta la atadura de su lengua y hablaba correctamente. Con alguna frecuencia aparece en la Sagrada Escritura la imposición de las manos, como gesto para transmitir poderes o bendiciones, por ejemplo en el Génesis, 48,2 de los Reyes, en el Evangelio de Lucas, 13,13, donde leemos que había una mujer que estaba enferma hacía 18 años, y estaba encorvada sin poder enderezarse de ningún modo. Al verla, Jesús la llamó y le dijo: «Mujer, quedas libre de tu enfermedad». Le impuso las manos, y al instante se enderezó y glorificaba a Dios. También es de todos conocido que la saliva tiene cierta eficacia para aliviar heridas leves. Los gestos y símbolos apenas tendrían valor alguno, si el Señor Jesús no manifestara su amor y su poder. Con la fe y la humidad del leproso del Evangelio, también nosotros podemos decirle a Jesucristo el Médico divino de los cuerpos y de las almas: «Señor, si quieres, puedes limpiarme». Quiero, queda limpio.( Mc.1,40-42)