Entre los pocos inconvenientes que tiene vivir en Eivissa está el depender de un barco o un avión para tener que salir fuera. Tiemblo cada vez que tengo que coger un avión y no precisamente por miedo a las turbulencias.

Lo ocurrido el jueves pasado no sé cómo calificarlo porque pensaba que ya lo había visto todo: vuelos cancelados, maletas desaparecidas y halladas un mes después en un aeropuerto italiano que nunca he pisado o retrasos, que son muy habituales aunque me niego rotundamente a acostumbrarme. En fin, les cuento. Cómo no, el vuelo sale con un retraso de media hora a un destino mediterráneo. Una vez en el avión, la azafata recorre de punta a punta el pasillo para informar al capitán de que un pasajero se quiere bajar del avión porque se ha dejado olvidado el móvil en la terminal. La salida del pasajero del aparato provoca insultos del resto del pasaje. La criatura de ocho años sentada a mi lado me mira estupefacta ante la cantidad de tacos e improperios que algunos pasajeros y el olvidadizo del móvil se dedican mutuamente y le insto, bajo amenaza de castigo materno, a que no vuelva a repetirlos. Mientras tanto, el avión sigue en tierra y la temperatura sigue subiendo en el interior.

Una pasajera muestra signos de mareo y una compañera solidaria pide ayuda. A algunos miembros de la tripulación se les ve ya nerviosos. Finalmente, con otra media hora más de retraso, ya que por el pasajero del móvil volvemos a ponernos en la cola de despegue, el avión sale. Agradezco que el piloto pida disculpas pero lo que de verdad me reconforta es salir de una vez del aparato. Si sigo con experiencias como la de este vuelo, acabaré besando el suelo de los aeropuertos como aquel Papa viajero. Ganas no me faltan.