Han caído las primeras lluvias de otoño y los días alternan grises, encapotados, espléndidos. El aire, menos denso, huele a tierra mojada y hierba fresca; a esa hierba invasora que nace en el revellín, en los baluartes, por entre las tejas de las casas viejas, entre el empedrado de las calles de la Ciudad Alta; en los campos cuyo herbaje pasta el ganado antes de la sementera, en el área imprecisa de los labrantíos. Como en los cuadros del pintor Van Gogh, cuando su estancia en Arlés; para enseñorearse del paisaje, tupida, gentil. La veréis asimismo, junto al dominio soberano del arte, hender por los lienzos de la fortificación, por los muros pétreos de la Catedral, arrecida en el bajo de un alero, orlando una ventana que tiene un pasado gótico. Quizá al otro día, si continuáis peatones, la sorprenderéis tímidamente en cualquier rincón ciudadano, con insistencia en los jardines públicos si cabe a hurtadillas de la azada y la hoz. Pero en el haber popular, de tan hondas raíces, nada tan ignorado como esa hierba menuda, silvestre, precoz, de infinitas tonalidades verdes, que brota en octubre periódicamente con las primeras lluvias.