Desde la llegada del mes de octubre, Eivissa es otra. Sin tantos turistas por nuestras calles y la mayoría de los comercios con las persianas bajadas, Vila a veces se asemeja a una ciudad fantasma a partir de según qué hora de la noche. Aparte de los cuatro restaurantes y los dos negocios de tapas que siempre funcionan, los demás establecimientos se limitan a cumplir el expediente y abren las horas justas y necesarias. Ni una más.

Pasear por s’Alamera (Vara de Rey para algunos) en ocasiones resulta desalentador, porque nadie diría que es la principal plaza de una ciudad turística como Eivissa a tenor de lo solitaria y sombría que, por lo menos a mí, me resulta estos días. Quizás es porque recuerdo cuando, no hace tantos años, el lugar de quedada de los jóvenes vileros era el reloj electrónico situado en la punta oeste del paseo. Allí, las pandillas decidían si se dirigían directamente a las hamburgueserías o pizzerías de la ciudad para cenar o primero pasaban por los cines Serra o Cartago para ver el estreno de la semana.

Entonces, s’Alamera se convertía en un bullicio de chicos repeinados y con un tufo a colonia Adidas que echaba para atrás en busca de jovencitas montadas encima de gigantes botas Buffalo (¡oh, Dios mío!) y minicamisetas que dejaban el ombligo al aire. Sí, señores, a finales del siglo XX e inicios del XXI no todo salió bien. Desconozco en qué invierten hoy su tiempo de ocio los jóvenes, aunque estoy convencido de que la desaparición en los últimos años de los dos últimos cines situados en el centro de la ciudad ha provocado que Vila pierda parte de su vitalidad y de su alma. Una pena.