El pasado domingo entré por primera vez al Museo Monográfico de Puig des Molins desde que reabrió sus puertas en diciembre de 2012. Y lo hago con cierto sonrojo, porque en casa siempre he sido de dar la brasa para que todos mis familiares conozcan la cultura y el patrimonio de la isla donde viven. Eso sí, que quede claro que las tumbas de la necrópolis ya las había visitado en anteriores ocasiones. Sin embargo, lo primero que tengo que destacar de mi visita al museo es lo complicado que fue llegar hasta su rampa de acceso sin haber pisado ninguno de los zurullos que, al parecer, están colocados estratégicamente a lo largo de la Vía Romana. Por suerte, y gracias a mi todavía intacto instinto de supervivencia, conseguí entrar en la necrópolis. Una vez dentro, no me gustó que a todos los visitantes nos hicieran dejar nuestros bolsos y bandoleras en una taquilla, como si fuéramos a llevarnos a casa algunas de las piezas allí expuestas. También me llevé una decepción al volver a la necrópolis, donde los carteles explicativos, a la intemperie, ya están desgastados por el sol y la lluvia, que también ha inundado alguno de los hipogeos, donde el agua estancada da una mala imagen. Por no hablar de las carretillas y escaleras a la vista que afean la visita al museo.

Todo esto, no obstante, no tiene que tapar todas las joyas que el museo expone en su interior y que, en ocasiones, me dejaron con la boca abierta. Como también lo hicieron las instantáneas inéditas del fotógrafo británico Michael Everitt que realizó en su viaje a Eivissa en 1954 y el hecho de encontrarme multitud de turistas visitando este espacio cultural. La pena es que las explicaciones de las vitrinas sólo están en castellano y catalán, por lo que los extranjeros tienen echar mano de unas láminas plastificadas en cada sección. En todo caso, debo decir que la visita al museo de es Puig des Molins valió mucho la pena y debería ser obligatoria para todos los ibicencos.