Saber irse no es fácil. Hay que irse en el momento adecuado, dejando un buen sabor de boca, que tengan un buen recuerdo de uno, en lo profesional y en lo personal. Irse por la puerta grande es complicado. Pondría el ejemplo de Guardiola, que dejó el Barça tras una etapa gloriosa de títulos y fútbol de altura. Si hubiese permanecido un par de años más se arriesgaba a que todo el buen sabor de boca que dejó se hubiese convertido en indignación por parte de los aficionados del club. En política pasa lo mismo. Me gustan aquellos políticos que dicen que estarán dos legislaturas como máximo porque creen que si permanecen más tiempo no aportarán demasiado a la sociedad. Antes los políticos estaban en política porque podían aportar algo, no por dinero. Conocí a grandes políticos que habían triunfado en su profesión, que cuando abandonaban el cargo les esperaba un puesto de funcionario o un despacho de éxito. Pondría los ejemplos de González Ortea, del PP, o Francesc Triay, del PSOE, dos ingenieros de caminos con carreras brillantes. Lamentablemente, la política se ha degradado y ahora triunfa el que más sobres ha rellenado durante su juventud. El pasado profesional de los políticos no cuenta. Solo la fidelidad. Y llegamos al punto de tener políticos profesionales, que cuando están a mitad de legislatura en lo único que piensan es cómo podrán seguir una más porque, más allá de la política, no les esperaba nada, ni un despacho ni un futuro profesional. Ahora que llega la confección de las listas electorales estaría bien que algunos políticos que llevan décadas en política supieran irse sin aferrarse a la política como único sustento para tener una nómina. La sociedad ha dejado claro que estos políticos ya no tienen lugar. Deben entender el mensaje.