El pasado domingo, partiendo de la celebración emotiva de Todos los Santos quise recordar en mi artículo semanal con los lectores del Periódico de Ibiza y Formentera que los Santos, cumplida su excelente vida terrena son ahora aquellos que, como nos enseña el Libro del Apocalipsis, adoran a Dios y elevan su voz diciendo: «La alabanza, la gloria, la sabiduría, la acción de gracias, el honor y el poder la fuerza son de nuestro Dios, por los siglos de los siglos». En ellos, multitud de hombres y mujeres e toda raza, lengua, pueblo y nación, se cumple la verdadera vocación humana. El Santo, pues, es aquella persona que está con Dios. Y eso es importante; más aún: es necesario.

Sin embargo, durante el último siglo Europa, en general, se ha ido desvinculando de sus raíces cristianas. No me detengo ahora en las causas de ese complejo fenómeno. Parece como si Dios fuera desapareciendo del horizonte vital de muchos de nuestra sociedad. Casi casi, si se hiciera la pregunta: ¿Dios es un extraño en nuestra casa? Habría quien respondería afirmativamente.

Y esa respuesta no es buena, porque es renunciar a las raíces de lo que se h vivido como individuos y como sociedad. Y es algo que no nos hace bien a las personas. La Constitución dogmática Dei Verbum, n. 2 nos presenta la revelación de Dios a la humanidad como una autocomunicación de Dios que sale al encuentro del hombre para relacionarse con Él, amarle y ayudarle: «Dispuso Dios en su sabiduría revelarse a Sí mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad, mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina. En consecuencia, por esta revelación, Dios invisible habla a los hombres como amigos, movido por su gran amor y mora con ellos, para invitarlos a la comunicación consigo y recibirlos en su compañía.»

San Ireneo de Lyon escribía: «La claridad de Dios da la vida: es decir, quienes ven a Dios tienen parte en la vida. Por eso el que no puede ser abarcado, comprendido ni visto, concede a los seres humanos que lo vean, lo comprendan y abarquen, a fin de darles la vida una vez que lo han visto y comprendido. Así como su grandeza es insondable, así también es inefable su bondad, por la cual da la vida a quienes lo ven: porque vivir sin tener la vida es imposible, la vida viene por participar de Dios, y participar de Dios es verlo y gozar de su bondad».

Como Creador Dios originó la vida humana. Decir que el hombre existe independientemente de Dios, es como decir que un reloj puede existir sin un relojero que lo fabricara, o que un escrito pueda existir sin un escritor. Debemos nuestra existencia al Dios a cuya imagen fuimos hechos. Nuestra existencia depende de Dios, ya sea que reconozcamos su existencia o no.

Sin Dios, el destino del hombre es el fracaso, es la muerte. El hombre sin Dios está espiritualmente muerto; cuando su vida física se acabe, él enfrentará una muerte continua—la eterna separación de Dios. En la narración de Jesús sobre el hombre rico y Lázaro (Lc 16:19-31), el hombre rico vive una vida suntuosa de comodidades sin pensar en Dios, mientras que Lázaro sufre a través de toda su vida, pero conoce a Dios. Es después de la muerte, que ambos hombres comprenden la gravedad de las decisiones que tomaron en vida. El hombre rico «alzó sus ojos, estando en tormentos». (16,23) en el infierno. Él se dio cuenta, demasiado tarde, de que hay más en la vida que la satisfacción de los ojos. Mientras tanto, Lázaro era confortado en el paraíso. Para ambos hombres, la corta duración de su existencia terrenal palideció en comparación con el estado eterno de sus almas.

El hombre es una creación única. Dios ha puesto el sentido de la eternidad en nuestros corazones (Eclesiastés 3:11), y ese sentido del destino eterno sólo puede encontrar su realización en Dios Mismo.

Con esta reflexión deseo animaros a todos a acoger a Dios en la vida propia, en la familia, en todos los ambientes. Con Dios y sus enseñanzas vamos bien y felices; sin Dios vamos hacia el fracaso, hacia una vida que ha servido de poco. Y acogemos a Dios caminando con la Iglesia, oyendo la Palabra de Dios, practicando los Sacramentos, viviendo con fe, con esperanza y con caridad.