Aunque no logró ganar el torneo de maestras en Singapur, la semana pasada, la prensa patriótica española (la deportiva), lleva meses exaltando a la joven venezolana Garbiñe Muguruza, a la que califican de superatleta, futura número uno del tenis y mentalidad invencible de ganadora (una ganadora nata, como Nadal o Cristiano), además de ser una chica muy guapa. Y pese a ser venezolana, que es una cosa muy mal vista actualmente (¡y de padre vasco!), nadie le ha preguntado nunca si se siente muy española. Se da por hecho, dada su estatura (1,83), su fuerte revés y sus grandes virtudes en el juego de la pelota amarilla. Virtudes que, al igual que esa letanía del espíritu de campeona, crecieron mucho cuando hace un año, presionada por varias federaciones de tenis, decidió usar la doble nacionalidad y competir por España. Albricias, exclamó España. Más exactamente la marca España, muy necesitada de héroes deportivos para suplir a los que se ven retirando, o decayendo o ganando menos. Las marcas sólo se fortalecen con éxitos y si no hay éxitos se van a la mierda. Y fueron tantos los elogios desmedidos que recibió Muguruza, y recibe desde que pelea por España, que del impulso pronto llegó a finalista de Wimbledon, número 3 del mundo (el 1 es el que importa, repite la prensa deportiva) y aspirante al título de maestra. No pudo ser, pero tan necesitada está la marca España de estrellas mundiales, que sigue deshaciéndose en ditirambos con la espigada tenista vasco-venezolana. Quizá convendría que España dejase respirar un poco a esta chica, española de repente. No la estrujen más, que aún no sabe cómo nos las gastamos aquí con las figuras.