El pasado sábado volvía a llevarme una nueva decepción. Y ya van unas cuantas. Mi pareja y yo convenimos que como el tiempo acompañaba y nuestra nevera había vivido tiempos mejores, era el día ideal para salir a comer fuera de casa. Como ella es de las que le da mil vueltas a todo antes de tomar una decisión, fui yo quien acabé escogiendo restaurante. Y me equivoqué. La comida no fue nada del otro mundo, pero lo que más nos indignó fue que tuviéramos que esperar más de una hora para que nos sirvieran el postre y los cafés, que después tuvimos que pagar pese a que en un principio nos hubieran dicho que estábamos invitados. Al fin y al cabo, este último detalle sólo es una anécdota sin importancia; lo peor del caso fue que en aquel establecimiento en ningún momento nos sentimos tratados como merecíamos. Bajo mi opinión, todos los restauradores deberían tener muy presente que los comensales han elegido su establecimiento descartando a todos los otros, por lo que merecen su máximo respeto y atención. Está claro que no todos tienen el don de Juanito de Ca n’Alfredo o Jaume del Nanking, que bajo su tutela te hacen sentir como en casa. Mientras nuestros representantes y empresarios venden una Eivissa donde todo es posible, uno piensa que todavía estamos lejos de la excelencia que se pregona. En la isla existen restaurantes excelentes, con menús exquisitos a un precio razonable y un trato maravilloso; pero también los hay –demasiados– a los que no pienso volver en la vida. Me niego a gastarme parte de mi salario en sitios donde no se me respeta como cliente. Porque, como en el anuncio, hay cosas que no tienen precio.