El estribillo de ‘Anàrem a Sant Miquel’, la entrañable canción de Uc, no podría resumir mejor a todas las personas que, por azar, se han cruzado en mi camino en el año que llevo viviendo y trabajando en Eivissa. Empezando por mis amigos Sonia y Serra, a los que tanto tengo que agradecer, decenas de ibiciencos me han abierto las puertas de sus casas y me han hecho sentir como en la mía propia. Algunos me han contado las historias de sus familias, como Angelita de Santa Eulària, que me hizo llorar recordando a su padre, el antiguo proyeccionista del Teatro España. Otros me brindaron la oportunidad de probar exquisitos platos ibicencos como el arròs de matances de Cati de Santa Gertrudis, la rotja de Sant Jordi que preparó Guillermo de La Noria a todo el equipo de grabación del programa de televisión donde trabajaba o la caldereta de langosta que comimos junto a mi querido Juanito de Ca n’Alfredo, que no deja de sorprenderme día a día. Me quedaré para siempre con la sencillez de Eulària, la modista de Sant Joan, el buen humor del cantante David Serra, la sonrisa de la joyera Elisa Pomar, que no perdió tras horas de grabación, o la paciencia que tienen conmigo en esta última etapa Tita y Fanny Tur, desde el Ayuntamiento de Vila. La verdadera Eivissa no está en las macrodiscotecas, cuyos clientes creen que la isla acaba en las pistas de baile ni en los beach clubs, repletos de turistas de todos los países que dicen estar en el paraíso sin dejar su tumbona. La auténtica Eivissa es la gente sencilla y buena que me ha robado un trocito de mí y que, viva donde viva, siempre se quedará en esta isla. Por cierto, perdón a todos los que no he nombrado. Tanta gratitud no cabría ni en un tomo de la enciclopedia británica.