Llegan las Navidades. Fechas de fraternidad. Amor, buenos deseos, reencuentros familiares, comidas de empresa, turrones, polvorones, brindis, fiestas y... yo, pues la verdad, ni fu ni fa. Ni me da nauseas la Navidad como decían Serrat y Sabina en su Canción de Navidad ni me encantan. Simplemente, me dan un poco igual.

Reconozco que no se en que momento de mi vida perdí mi espíritu navideño. No sé donde lo dejé olvidado pero lo cierto es que lo perdí. Tal vez fue en el día en que descubrí que por más que nos empeñemos en disfrazar estos días con cotillón, arbolitos y felicidad hay otros muchos lugares, olvidados la mayoría, donde la Navidad no llega. Por ejemplo, y sin ir más lejos el portal de Belén es desde hace ya demasiado tiempo un lugar que se disputan palestinos e israelíes con miles de muertos por ambos bandos. O tal vez fue aquel día en el que comprendí que una vida no vale nada y que cualquier día explota una bomba en la noche de paz. Incluso, puede ser que se perdiera cuando veo que ya nadie se acuerda de los refugiados que pueblan nuestras fronteras o de las vidas que se ahogan intentando llegar a nuestro paraíso. A un paraíso en el que muchas familias en lugar de cordero, gulas, y otras viandas tienen que comerse unos hígados chumbos envueltos en papel albal o en las que Gaspar, en lugar de la bici último modelo o la consola de turno les deja carbón –Serrat y Sabina dixit–.

Afortunadamente, aún me queda la esperanza de volver a creer en la Navidad. Y todo gracias al trabajo de voluntarios de Cruz Roja y de Cáritas y de iniciativas como la de la página de Facebook Ibiza foto a foto/agenda que ha conseguido regalos para 77 niños de Sant Antoni y Sant Josep. Enhorabuena. Quizá ellos me devuelvan a la senda de creer que la Navidad merece la pena.