Me gusta la Navidad por lo que tiene de ficción, por lo que tiene de simple y por lo que tiene de sentimental. Me gusta porque es un canto a los sencillo y delicado frente a lo soberbio y grandilocuente.

Me gusta porque en el momento en que me toca vivir, cuando la convivencia con los otros no me aporta compañía sino que intensifica mi íntima soledad; cuando cada uno, lejos de ayudar a otro, parece gozar en obstaculizar su camino; cuando el más válido es el más fácil de explotar; cuando el metro con que se mide al ser humano está graduado en haberes y poderes; cuando disculpamos nuestra deformación humana tildando de simpleza todo lo que conmueva las fibras sentimentales, es cuando más agradable resulta oír palabras como Amistad, Paz, Ilusión…

Cuando resulta tan difícil creer en lo llamado “real” es cuando más desahogo me produce la llegada de la Navidad que me permite creer en Papá Noël, creer en Santa Claus (dicen que es un único personaje, pero yo creo que son dos), porque tratándose de personajes como ésos, dos es siempre mejor que uno; creer, ¡cómo no! en los Reyes Magos. No me importa si son de ficción, que también es ficticio nuestro montaje social y tengo que creer en él, aún siendo menos agradable.

Me gusta la Navidad porque sí. Puede que las creencias y tradiciones que conlleva sean un “opio” para el pueblo, pero si vamos rechazando, uno a uno, los opios tradicionales: tertulia en torno a la cocina (chimenea para los afortunados), la cena de Nochebuena, la ilusión de los Reyes, las creencias religiosas… La juventud busca -y todos acabaremos buscando- su propio “opio”, ése que no llena la cabeza de ideas inciertas o de “engaños”, sino que la vacía antes de matarla. Opio por opio, prefiero muchos como el de la Navidad.

No me gusta el montaje comercial que hay en torno a fiestas tan entrañables. No quiero que se aprovechen de una idea tan genial como antigua para lanzarnos al cebo del consumo. Pero si se cuidan de adornar sus productos con lazos muy grandes de vistosos colores, con estrellas relucientes, con siluetas de mis queridos personajes de leyenda, entonces los disculpo y aún se lo agradezco, porque contribuyen a crearme un ambiente más propicio para el desarrollo de la ilusión. Y si al final pico en su anzuelo… ¡mira! no lo tomaré como estafa, que el dinero nunca podrá valer la mitad de lo que vale una ilusión.

No me gusta tampoco lo breve que es la Navidad, por eso pido al Año Nuevo que nos traiga un inventor que, “torciéndose en su camino”, nos invente personajes similares al de los renos y los juguetes, que lleguen en noches como la Nochebuena en la que toda la familia esté reunida y que el teléfono sólo suene para decir ¡felicidades!.

Me gusta que ya estemos en Navidad porque en estas fresquitas mañanas, ¿qué tendrán de mágico?, me apetece decir a todos: “Qué gusto que me haya tocado vivir a la vez que vosotros!”.