Todo empezó como una divertida anécdota de una jornada electoral. El domingo ejercí mi derecho al voto con mi casi sobrina Ruth de 6 meses en brazos. La cola frente a la urna correspondiente era tan larga que decidí matar el tiempo poniendo en práctica un inocente experimento. Emulando al pulpo Paul en las finales de fútbol, puse a Ruth frente a las cuatro papeletas con más posibilidades de liderar el futuro de este país. De izquierda a derecha se disponían las papeletas de PP, PSOE, Podemos y Ciudadanos. Ruth las miró un segundo y, sin apenas dudar, eligió. Podría haber apostado por caballo ganador, el PP, haberse dejado seducir por Pablo Iglesias y su fulgurante recta final de campaña o por la candidatura del carismático Albert Rivera pero, contra todo pronóstico, acabó eligiendo al PSOE de Pedro Sánchez.

La cosa quedó ahí hasta que se conocieron los primeros datos. Al cierre de los colegios electorales, los sondeos hablaban de un empate técnico entre PSOE y Podemos, que amenazaba con quitarle a los socialistas la hegemonía de la izquierda. Una hora después, los primeros escrutinios desmentían las encuestas. Podemos se desinflaba y los socialistas aguantaban la embestida. A medida que avanzaba la noche electoral, el diabólico escrutinio nos daba un baño de realidad. Ningún partido tenía la mayoría necesaria para formar gobierno. El domingo nos acostábamos sin saber quién sería el futuro presidente y, probablemente, no lo sepamos hasta dentro de unas semanas si antes no tiran la toalla y se convocan nuevas elecciones. Una cosa ha quedado clara. El futuro presidente no se decidirá a cuatro sino a dos. ¿Quién dijo que había muerto el bipartidismo? Las encuestas fallaron una vez más pero Ruth podría haber dado en el clavo.