La animadversión de los ibicencos con todo lo que huela a mallorquín es ancestral. De hecho, pensamos que el origen de la mayoría de nuestros males hay que encontrarlo en Palma. Porque claro, si a Eivissa llegara el dinero que creemos que nos corresponde todos los temas polémicos de los que los medios de comunicación nos hacemos eco a diario pasarían a la historia. Puede parecer exagerado, pero muchos pensamos así en mayor o menor medida. Estas fiestas he tenido la oportunidad de viajar a Mallorca y hospedarme en un pequeño establecimiento a los pies de la Serra de Tramuntana, una zona de belleza inmensa que bien merece la declaración de Patrimonio de la Humanidad. Valldemossa, Deià y Fornalutx son tres ejemplos de pueblos maravillosos en los que uno se quedaría a vivir todo la vida sin titubear, por mucho que uno ame a Eivissa. Pocos días en nuestra isla vecina bastaron para cuestionarme si no deberíamos hacer un poco de autocrítica y dejar de maldecir, por un instante, a los políticos mallorquines que todo lo quieren para ellos. ¿Por qué el mundo rural mallorquín es capaz de vivir sin tener que venderse al lujo extremo? ¿Por qué todo el mundo que va a Valldemossa paga sin rechistar 8 euros y medio para ver un mechón de pelo de Chopin expuesto en la Cartuja y en Eivissa somos incapaces de valorar nuestro patrimonio? ¿Por qué en Mallorca han sabido rentabilizar la obra del archiduque Lluís Salvador y en Eivissa hay que ir a los baños de Ca n’Alfredo para ver los dibujos que publicó sobre nuestra isla? Nos quejamos del turista que viene a Eivissa sólo a salir de fiesta y a emborracharse pero, ¿acaso no es la imagen que estamos vendiendo al exterior? Quo vadis, Eivissa?