A menudo los hijos se nos parecen y así nos dan la primera satisfacción; ésos que se menean con nuestros gestos, echando mano a cuanto hay a su alrededor. Esos locos bajitos que se incorporan con los ojos abiertos de par en par, sin respeto al horario ni a las costumbres y a los que, por su bien, hay que domesticar. Niño, deja ya de joder con la pelota. Niño, que eso no se dice, que eso no se hace, que eso no se toca...». Esos locos bajitos del gran Serrat no dejan de sorprenderme. El pasado día de Reyes, mi tío Antonio horneó un roscón que era el punto de partida para una gincana. Las sorpresas escondían un mapa del tesoro. La sorpresa nos la llevamos al ver como los boixos Adrián, Carla, Alba y Samuel corrían por el campo, mapa en mano, haciendo caso omiso de los regalos que sus majestades de Oriente les habían dejado. Media hora de búsqueda corriendo de figuera a figuera hasta que dieron con los porquets. A menudo los padres nos conformamos con bien poco para sorprendernos con esos locos bajitos. En otras zonas del mundo, la bendita locura e imaginación de esos locos bajitos nos deja la imagen de un niño en Irak pertrechado con una camiseta de Messi. La cuestión es que la albiceleste era una bolsa de un supermecado y el niño la había serigrafiado con un rotulador. «¡Qué guay!», dijo al verla el pequeño Pol que nos visitó el viernes con sus compañeros de 5º del colegio Mestral. Otras imágenes nos mostraban a unos pequeños que habían convertido una caja de frutas en un futbolín. Las barras de jugadores eran unos palos de escoba. Hasta aquí la bendita locura. Esos locos bajitos también pueden tener una maldad extrema. Una sinrazón que puede llevar a Diego, un niño de 11 años a escribir: «No quiero ir al colegio» para despedirse de sus padres antes de suicidarse.