La juventud y la muerte, dos términos aparentemente antinómicos en nuestra vivencia cotidiana. Ser joven generalmente implica encontrase bien de salud (salvo excepciones). El horizonte de la enfermedad y la muerte queda difuminado y lejano bajo una capa ilusoria de seguridad. En nuestra ilusión de invulnerabilidad aceptamos la inevitable certidumbre de la muerte planteándola como algo puesto en un futuro muy indefinido y lejano, que sabemos, pero que pretendemos mantener en un lugar muy alejado en el tiempo.

De manera natural nos parece que la muerte debe de pertenecer al reino de la vejez, y ser el colofón de una vida vivida hasta sus últimas posibilidades, que se ha ido decantando hacia un fin lógico.

Por eso cuando se produce, en cualquier formato, la muerte de una persona joven, nos resulta tan traumática, tan chocante, tan contranatura... Se quiebra en todos nosotros esa creencia intuitiva que dice que la muerte pertenece a la vejez, que no es una realidad propia de la juventud.

Cuando la muerte aparece donde no se la esperaría, nos genera cuestiones muy complejas de vivir: sentimiento de no controlar, de fragilidad, de indefensión, rabia, abatimiento... algo para lo que nadie tiene una explicación ha agujereado nuestra seguridad, seguridad que se nos revela entonces como algo más ilusorio que real, sensación con la que es difícil poder vivir.

En nuestro inconsciente no hay una representación para la muerte, dado que nunca es una experiencia que hayamos vivido, nadie puede dar cuenta de ese paso porque nadie jamás tendrá la posibilidad de volver de el. Es paradójico que la única seguridad que hay en la vida (que esta se termina) pueda ser algo tan angustiante y falto de sentido.

NO estamos indefensos. Conocer acerca de la muerte, sin vivir de espaldas a ella, si bien no nos ofrece soluciones para la muerte, nos ofrece alternativas para la vida. Vivir sabiendo que esto tiene un fin nos fuerza a dar lo mejor de nosotros mismos, a decir las cosas importantes a las personas importantes, a acercarnos a los demás, a vincularnos, a cerrar heridas, a implicarnos con proyectos, personas e ideales: apostar por la vida.

En cierta medida, la muerte hace que nos demos cuenta del enorme valor que tiene nuestra vida (con sus victorias y sus derrotas), y que hay que vivirla de cara, porque tampoco elegimos venir, y se no ha concedido un trayecto para el que hay que saber estar a la altura de su importancia, y eso implica vivirlo con todo lo que trae.

Los que se van siempre nos dejan cosas valiosas a los que nos quedamos, un legado personal marcado por su personalidad única y su recuerdo que nos ayudará en nuestra vida, y que a su vez en su momento a nosotros nos tocará legar.

Tenemos que vivir siendo conscientes de todo esto.

Descansa en paz estimado amigo.