Llevo casi año y medio acordándome de ella día y noche. Desde que le diagnosticaron un cáncer cerebral, todas mis plegarias han sido para ella, para que Dios le diera otra oportunidad y pudiera seguir ‘disfrutando’ de la vida. Pero, o yo me quedé sin cobertura, o no había nadie escuchando al otro lado. Ahora, mientras su deterioro físico es más evidente me viene a la cabeza aquel bolígrafo que me regaló cuando cumplí la mayoría de edad. Lo tuve mucho tiempo guardado en uno de los cajones de mi escritorio, hasta lo metí en la maleta y me lo llevé a Barcelona. Lo empleé durante un periodo de exámenes hasta que un día desapareció de mi estuche. Fue durante una jornada de estudio en una de las bibliotecas donde los pijas van a lucir modelito y, por lo visto, a robar todo lo que pillan por delante. ‘Perder’ aquel bolígrafo me dejó muy tocado y nunca me he atrevido a decirle que ya no tengo su regalo. Como tampoco he tenido el valor de confesarle lo importante que ha sido en mi vida, mucho más después de perder a un ser querido como mi padre. Su hermano. Desconozco si leerá este artículo o si alguna de sus grandes amigas, que no han dejado de mimarla y de estar pendiente de ella durante todo este tiempo, le contarán la confesión de su querido y cobarde ahijado. Si así es, sé que esbozará aquella sonrisa que tanta paz me da. Sin embargo, y aunque sea el tópico de los tópicos, la vida continúa. Aunque sea muy perra. Sólo espero que si algún día el puñetero cáncer tiene las pelotas de enfrentarse a mí, poder decirle a la cara lo mucho que le odio por el daño que ha causado a tanta gente que quiero. Y darle una patada en el trasero, si me deja.