Que en Eivissa las cosas funcionan a su propio ritmo es un hecho del que ya me había percatado y al que aún no acabo de acostumbrarme. Cierto es que apenas llevo un año residiendo en esta maravillosa isla, pero ya al poco de llegar me di cuenta de que la filosofía de vida, así como el devenir de las cosas, era algo que tenía que adoptar para adaptarme.

No sé si se debe al hecho de ser una isla o al carácter innato de los propios isleños, pero la paciencia es una de sus muchas virtudes. Y no hablemos ya de los formenterenses que tienen más que aceptada su situación geográfica y su aislamiento supeditado a las inclemencias del tiempo, ante las cuales sólo cabe esperar. De nada sirve estresarse ni alarmarse, porque al final te va a dar lo mismo.

Pero no puedo dejar de sorprenderme cuando veo un coche parado, obstaculizando un carril, cuando dos pasos más adelante tiene sitio para estacionar, y al que nadie pita para que se aparte. En muchas ciudades he visto muchos frenazos por imprudencias al volante y adelantamientos temerarios, pero la verdad es que nunca he oído tan pocos cláxones para recriminar esas infracciones como aquí.

La manera de conducir es, por tanto, una de las cosas que meto en el saco del ‘modo isleño’, que puede hacerse extensivo desde el que entra en la rotonda sin verte, a pesar de que lleves el intermitente dado, hasta el que va a 20 por una carretera donde la máxima velocidad es de 80. Una parsimonia que me asombra y de la que a veces pienso que tendríamos que aprender los que venimos con la prisa intrínseca de la gran ciudad, donde por mucho menos ya te hubieran puesto la cara colorada.