Los barcelonistas vivimos un momento histórico pero somos incapaces de apreciarlo y valorarlo en su justa medida. Si Di Stéfano marcó una época en aquel Real Madrid de los años 50, hoy es otro argentino el que lleva la voz cantante en el fútbol mundial. En diez años de carrera profesional, Lionel Messi ya cuenta en su palmarés con siete ligas españolas y cuatro Champions League, entre sus títulos más destacados. Y lo mejor de todo es que sólo tiene 28 años, los mismos con los que contaba la Saeta Rubia cuando llegó al club blanco. De aquí hasta mayo, los seguidores del Fútbol Club Barcelona tendremos la oportunidad cada tres días de admirar al mejor jugador del planeta, un placer que los forofos de otros equipos no sabrán saborear, como tampoco lo hacen los que niegan las evidentes capacidades futbolísticas de Cristiano Ronaldo. Ellos se lo pierden. Es por esto que echo tanto de menos mi época de universitario, en la que casi cada quince días otros fieles seguidores culers y yo quedábamos una hora antes de cada partido delante de la puerta de entrada al Camp Nou de la Travessera de les Corts. Allí pedíamos a los socios si nos dejaban entrar al campo con el abono de su mujer, que aquel día se había quedado en casa, o con el del abuelo, que no había querido ir al estadio porque a esa hora ya era demasiado tarde y hacía mucho frío. Siempre conseguimos colarnos. De esta manera pudimos enseñar los merecidísimos pañuelos a Joan Gaspart, sonreír con las virguerías de Ronaldinho, ver sucumbir al Madrid de Zidane, Ronaldo, Beckham y Figo; y corear por primera vez el nombre de Messi al unísono. Entonces, nadie podía imaginar que aquel jugador bajito, con melenita descuidada y con pinta frágil pudiera tener algún día a los culers embobados delante del televisor y el mundo a sus pies.