Apenas tenía 15 años cuando la banda terrorista ETA asesinó en Andoain al activista de izquierdas y columnista José Luis López de Lacalle, que en el año 2000 escribía en El Mundo. Ya entonces por mi cuerpo circulaba a sus anchas el veneno del periodismo, pero todavía no era consciente del poder que tenían las palabras y lo mucho que fastidiaban a los radicales que no aceptan que alguien piense distinto a ellos. También recuerdo perfectamente el día que el periodista Gorka Landaburu recibió en su domicilio un paquete bomba que le provocó la amputación de varias falanges. Fue un año después del atentado que acabó con la vida de López de Lacalle. Casi cinco años después del cese definitivo de la violencia de ETA, muchos no se acordarán que durante los primeros 30 años de la era democrática en este país los atentados de la banda terrorista formaban parte de nuestro día a día. Y que cualquiera que estaba en contra de las ideas de los terroristas, eran un objetivo potencial. Políticos, policías, guardia civiles, militares, jueces, funcionarios, periodistas y gente de a pie fueron víctimas de los terroristas. Y sus familias. También creo que hoy, días después de la liberación de Arnaldo Otegi, es de justicia recordar que ETA no se rindió por voluntad propia, sino que fue la acción continuada de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado la que ahogó a los terroristas que, por cierto, todavía tienen que entregar las armas. Sin matices y sin excusas. En democracia las ideas se defienden en los parlamentos y los ciudadanos ejecutan su voluntad en las elecciones. No hay otra alternativa.