Recuerdo que el día en que en el instituto comenzamos a interiorizarnos en las barbaridades del holocausto y la Segunda Guerra Mundial lo primero que pensé fue cómo nadie había hecho nada durante tanto tiempo para ayudar a esa pobre gente que sufría sin límites. Ahora, año 2016 la misma Europa (Premio Nobel de La Paz 2012) primermundista que se cree con la autoridad moral para opinar sobre la realidad de los países del sur de la misma ha dejado a millones de personas, muchísimos de ellos niños, librados a su suerte. Esas mismas autoridades gubernamentales europeas que se reúnen alrededor de la mesa con sus trajes impolutos, sus camisas blancas, sus ropas secas y limpias, y sus grandes sonrisas. ¿De qué se ríen? No tiene ninguna gracia que condenen a muerte a millones de niños y sus familias porque no les de la gana de pensar en una solución factible. Es un estado de emergencia de la humanidad (la espiritual y la social) y miran a cámara como si no fuera con ellos. Y como sus gobiernos no son responsables de nada de todo esto, o eso piensan ellos, han decidido dejar al pueblo sirio, que ha podido escapar del infierno de su tierra, en un purgatorio donde a los niños hay que raparlos para que no se los coman los piojos si es que antes no mueren de neumonía por dormir sobre las frías lagunas de barro, o de pena por estar solos en esa película de terror. Desde que soy capaz de recordar mi padre siempre me decía que no le hiciera a los demás lo que no me gustaba que me hicieran a mí. Pensemos por un momento desde nuestro confortable primer mundo que somos nosotros los que estuviéramos en Idomeni, la estación del infierno, con nuestros hijos al borde de la congelación. Seguramente no nos gustaría que el mundo entero mirara hacia otro lado hundiéndonos en la desesperación.