Tengo que reconocer que, en el pasado, formé parte de ese porcentaje de turistas que no ponía un pie en Sant Antoni horrorizada por las hordas extranjeras que invaden cada año sus calles. Posiblemente por mis recuerdos de quinceañera durante un fin de curso en territorio portmanyí o por las maravillosas playas del norte que me sedujeron de por vida, Sant Antoni dejó de estar en mi mapa de la isla hasta el pasado octubre cuando me mudé al vecino barrio de ses Païsses. Desde entonces, debo decir que las reticencias sobre el pueblo se han transformado en una admiración por la belleza de su paseo marítimo, sus puestas de sol y las calas cercanas a la bahía que me han proporcionado fantásticos momentos a lo largo de este invierno.

Sant Antoni tiene materia prima más que suficiente para quitarse de encima esa mala fama que le ha acompañado durante las últimas décadas y dispone ahora de una oportunidad de oro para empezar de nuevo. El Plan Estratégico que el Ayuntamiento de Sant Antoni ha encargado a una consultora catalana no debe quedarse en papel mojado y, para ello, es imprescindible la unión de todos los sectores de la sociedad: hoteleros, comerciantes, vecinos, asociaciones e instituciones que tienen que creerse que otro Sant Antoni es posible. Las posibilidades de éxito pasan obligatoriamente por un cambio del modelo turístico pero, para conseguirlo, no basta con tener un pueblo de cartón-piedra estéticamente bonito. Como repiten los diferentes representantes de la sociedad portmanyina, Sant Antoni tiene que ser un pueblo con alma, despertar el orgullo de sus vecinos y convertirse en un lugar agradable donde la gente quiera vivir todo el año. Personalmente, me sumo a ese deseo de reenamorarse de Sant Antoni y confío en no tener que tragarme mis palabras este verano cuando los bárbaros vuelvan a invadir nuestro remanso de paz.