Este viernes mi compañera Concha Alcántara publicó una entrevista a Carlos Hernández, profesor de la Universidad Carlos III que ha publicado el libro Un intruso en la familia en el que cuenta su experiencia a raíz del diagnóstico de cáncer a dos de sus hermanos. Como a Carlos y como a muchísimas personas en esta isla, el puñetero cáncer también ha trastocado los planes de mi familia. La que primero lo sufrió en sus carnes fue mi abuela, que con la entereza propia de las mujeres que esta isla ha visto nacer lo superó. Y eso, a pesar de su ‘tantsemenfotisme’ y su característico pesimismo que tanto nos saca de quicio en casa. Sin embargo, a este intruso pasajero (entonces creíamos que así sería) no le sentó nada bien que una payesita de metro y medio le ganara la batalla y dirigió su ataque donde más daño podía hacerle a mi abuela. Tardó un lustro en volver a aparecer en nuestras vidas y lo hizo para quedarse en ellas eternamente. Porque, ahora sí, ya sabemos que nunca te podremos olvidar. Casi un mes después de despedir para siempre a mi tía Lina, me lleno de coraje para escribir por primera vez sobre ello. Un texto que, evidentemente, no está a la altura de la importancia que ella tuvo en mí pero que quiero que sirva para criticar a los responsables de que no se destine el suficiente dinero a la investigación científica y médica mientras indemnizamos a las empresa de la plataforma Castor que provocó los cientos de terremotos en el levante peninsular o ahora tenemos que gastarnos cientos de millones en unas nuevas elecciones que dejarán un panorama parlamentario parecido al actual porque los autodenominados padres de la segunda transición no les ha dado la gana bajarse del burro y sentarse en una mesa a negociar. Ya los ves, ‘padrineta’, te has marchado pero las cosas siguen igual o peor que cuando nos dijiste adiós. Eso sí, más tristes que nunca porque nos faltas tú. Intentaré cuidar de los que quedamos por aquí mejor que de lo que te cuidé a ti. Perdóname.