El otro día, en una tertulia, volvían a insistir en la necesidad de regular el turismo, los cruceros, la llegada de pasajeros y, sobre todo, repetían en que sobran turistas. A algunos colegas les molesta ir por la calle y cruzarse con turistas. Se sienten agobiados e invadidos. También están en contra de las terrazas. Llegan a decir, por ejemplo, que un turista de cruceros gasta poco dinero y, el colmo de los colmos, que saturan las carreteras, sin saber que un crucerista apenas tiene tiempo de visitar unas horas la ciudad porque corren el riesgo de perder el barco. El mensaje, que ya se ha convertido en campaña, empieza a ser preocupante. Porque detrás de estas opiniones hay un respaldo político de algunos de los partidos que gobiernan, que son los mismos que luego acuden a las ferias para captar más turistas. Ese es el riesgo. Que el conseller de Turismo diga que hay que limitar el número de cruceros porque acumulan demasiados turistas. Yo no sé si Barceló ha tenido la oportunidad de hacer tres o cuatro horas de cola para poder entrar en el Museo Vaticano, o lo mismo para subir a la torre Eiffel o acceder a la torre de Londres. En estas ciudades las calles rebosan de turistas y estoy convencido de que en destinos como Estambul estarían encantados, en la actual coyuntura internacional, en que llegasen seis o siete cruceros en un solo día. Yo quiero tener la libertad para ir a estas maravillosas ciudades cuando me apetezca, hacer colas para entrar en un museo o para sacar dinero de un cajero. Por eso, como quiero ser libre para poder moverme, no entiendo esta obsesión enfermiza de los que no quieren turistas. En el fondo lo que plantean es que el resto de mortales no son dignos de disfrutar de lo que ellos tienen a su alcance. A mí esa postura vital me parece muy aristocrática, elitista, muy contraria a las ideas de los que suelen repetir que sobran turistas. A mí me molestan ellos y me tengo que aguantar. Hay sitio para todos en este mundo.