Menos de una semana para la celebración de las nuevas elecciones –dupliquemos el gasto, señores, que esto es una fiesta democrática– y ya se escuchan voces que hablan de una tercera convocatoria porque el resultado será tan confuso como el que dejaron las urnas en diciembre. De ser así, ya no sé cómo vamos a soportarlo. Los debates, las tertulias, los programas especiales, todo gira en torno a los candidatos, se analiza hasta qué nudo de corbata utilizan y por qué, su lenguaje corporal, quiénes son sus garantes dentro del partido, quiénes sus enemigos. En fin, un análisis milimétrico para contarnos con todo lujo de detalles lo que no nos interesa saber. Porque lo que de verdad nos importa, eso no lo sabremos nunca. Ni lo dicen los candidatos –están en campaña y esto no es más que un gigantesco ejercicio de márketing a la caza de votos– ni lo dicen los periodistas, que se supone que es su trabajo. Pero hoy en día la política es otra cosa. Y el periodismo también. Se trata de entretener, de servir un show y, por supuesto, de obtener réditos en forma de votos y de espectadores. Nunca nos contarán cómo llenan las instituciones y organismos de familiares y funcionarios afines a sus intereses, como trapichean negociando esto o lo otro –¿recuerdan a CiU y el PNV de antaño? eran expertos–, cómo nos cuelan lo que quieren –el No a la OTAN de Felipe– envuelto en papel de colorines cuando prometían lo contrario... ni tampoco que en realidad manda Bruselas y lo que ordena va a misa. Por mucho que prometan, saben que no podrán hacer la mitad de la mitad de lo que dicen porque no hay dinero y endeudarse más nos lo tienen prohibido. Llevan meses mirando a Grecia y ahí tenemos el mejor espejo: una cosa es imaginar un mundo mejor y otra hacerlo realidad. Aquí y ahora, con las manos atadas y millones de servidumbres internas, no es difícil. Es imposible.