Suenan los etudes románticos de Frédéric Chopin en las discotecas. Al menos un cachondo agente melómano ha bautizado con el nombre del compositor polaco la operación policial contra el fraude en macrogaritos electrónicos de toda España. Si la llegan a denominar David Jeta se les hubiera visto el plumero, y las salas hubieran estado en guardia.

Pero más que por los delitos fiscales –unos pecadillos para una sociedad donde los burrócratas predican como Cristo mientras viven como Dios–, el Bloody Mary matutino me hace preguntar: ¿Cuánto tiempo seguirá dominando la música electrónica? Percibo cierto cansancio ante sus ritmos simplones –robóticos sieg heil– que solo fascinan al clubber, que ignora que su adorado pinchadiscos sigue estirando esa invención valenciana llamada Ruta del Bakalao.

Where have all the flowers gone? Clásicos, beatniks, hippies, rockeros e incluso los sórdidos punks son muy superiores al rebaño clubber que hace sumisamente cola y paga entrada para aguantar la sesión del gurú electrónico. ¿Cultura de masas? Eso no existe, más bien anestesia masificada que interesa a los que hacen negocio con el ocio (negocio es la negación del ocio). ¡Viva la personalidad! ¡Viva el individualismo! La ética amoral que predicaba Herman Hesse está al alcance de los que se atreven a ir por libre. Y en las corsarias Pitiusas todavía quedan lobos esteparios.

Naturalmente mis amigos electrónicos se burlan de mi vehemencia calificándome de carroza musical, de mi rechazo a la pastilla tildándome de alcohólico empedernido. Tal vez tengan razón, pero no pueden negar que la buena música en vivo, una voz prodigiosa, un baile caliente abrazado al objeto de tu deseo…despliegan una energía mucho más poderosa que te ayuda a ligar la noche nadando amorosamente en una playa de arenas calientes.

Con eso soñaba Chopin mientras le echaban de Mallorca.