En 1993, siendo Cónsul general en Düsseldorf, traduje al castellano el libro de uno de los representantes más importantes del pensamiento alemán de la posguerra -Hans Magnus Enzensberger-, que lleva el título de este artículo. Se trata de un texto que me impactó entonces por su lucidez, cuya vigencia hoy es indiscutible y sobre la cual ha dicho su autor recientemente: «que mis ensayos conserven su actualidad al cabo de tantos años constituye, huelga decirlo, una mala señal».

Viene a cuento este libro porque, según ‘Le Figaro’, el director general de la seguridad interior francesa, Patrick Calvar, compareció en mayo ante la Asamblea Nacional en una reunión a puerta cerrada sobre seguridad y terrorismo en la que manifestó su miedo ante el futuro inmediato del país, afirmando que se encuentra «al borde de una guerra civil". A quienes les resulte chocante tal afirmación les recomiendo la lectura del libro de Enzensberger, quien ya en 1993 alertó del peligro de «guerra civil molecular».

El autor alemán lo explicaba así: «El principio es incruento y los indicios inofensivos. La guerra civil molecular estalla imperceptiblemente, sin movilización general ... En las calles se acumula poco a poco la basura; en el parque empiezan a proliferar jeringuillas y litronas destrozadas; en los muros aparecen por todos lados pintadas monótonas cuyo único mensaje es el autismo evocador de un ego periclitado; en las aulas se destruye mobiliario y los jardines empiezan a oler a orina y a excrementos. Se trata de minúsculas y mudas declaraciones de guerra que el ciudadano avezado sabe cómo interpretar. Pronto, la nostalgia del gueto se abre camino con señales aún más claras: se destrozan neumáticos a navajazos, se inutilizan teléfonos de emergencia con cizallas, se prende fuego a coches. Estos actos espontáneos ponen de relieve el odio hacia lo intacto, hacia todo lo que funcione, en amalgama indisoluble con el odio a sí mismo. Los jóvenes son la avanzadilla de la guerra civil, no sólo por la acumulación de energía física y emocional propia de la adolescencia, sino también a consecuencia de la herencia incomprensible que encuentran y a los problemas insolubles causados por una riqueza nada reconfortante. Cierto que todos sus actos se encuentran ya en sus padres en estado latente: una ira destructora canalizada a duras penas en formas socialmente toleradas, como la manía por los coches, la hiperactividad profesional, la bulimia, el alcoholismo, la codicia, la pleitomanía, el racismo y la violencia en el seno de la familia».

«Cualquier vagón de metro puede convertirse en una Bosnia en miniatura. Ya no hacen falta judíos para llevar a cabo el pogromo, ni contrarrevolucionarios para efectuar la limpieza étnica. Basta con que alguien prefiera otro club de fútbol, que su tienda de comestibles funcione mejor que la de enfrente, que vista de otro modo, que hable otra lengua, que precise de una silla de ruedas o lleve velo. Cualquier diferencia se convierte así en riesgo mortal. Ahora bien, la violencia no sólo se dirige contra los demás, sino también contra la odiada vida propia», escribió el pensador alemán, quien reproducía, precisamente, una situación de aquel entonces (1993) en una parte de Francia:

«Un asistente social relata acerca de la banlieue parisina: ‘ya lo han destrozado todo: buzones, puertas, pasamanos de la escalera. Han demolido y saqueado la policlínica en la que sus hermanos y hermanas menores recibían tratamiento. Ignoran toda regla. Hacen trizas las consultas médicas o dentales y destrozan sus escuelas. Si se les facilita un campo de fútbol, cercenan los postes de las porterías’».

La evolución de los acontecimientos ha confirmado los sombríos pronósticos del escritor alemán. Hace unos días leí en «Der Spiegel» un artículo titulado «El extremismo de izquierdas: contra todo. Por la violencia» en el que comentaba los graves disturbios que se habían producido en Berlín, en los que unos dos mil de los llamados «autónomos» habían herido a 123 policías con botellas, piedras y petardos, destrozado mobiliario urbano, incendiado coches y sembrado el terror entre los viandantes.

La semana que viene, en la parte segunda de este artículo, trataré de analizar esta tendencia autodestructiva que acabará por resolverse en una confrontación entre la derecha extrema y la extrema izquierda, muy probablemente en Francia, como predijo en mayo el mencionado Patrick Calvar en la Asamblea Nacional francesa.