El viernes tuve la mala suerte de tener que visitar Urgencias del hospital Can Misses. No por mí sino por mi padre. Un señor de 77 años que ha superado dos infartos, es diabético, le cuesta caminar y el año pasado tuvo un ictus. Venía derivado de Urgencias del ambulatorio de Santa Eulària porque estaba débil y al incorporarse en la cama, se cayó y golpeó la cabeza, además de babear y tener 39 de fiebre. Mis padres llegaron a Can Misses a las 20.30 horas del viernes, yo llegué media hora más tarde. Estuve acompañándolos hasta pasada la una de la mañana: mi padre en una camilla en el pasillo con más pacientes, mi madre en una silla a su lado. «Perdone, ¿sabe cuándo pasará el médico?», era la pregunta más oída en ese pasillo de Urgencias y en la sala de espera de fuera. Y la respuesta siempre fue la misma para todo aquel que preguntaba: que ya pasarán cuando puedan, es lo que pueden decir los enfermeros, que no saben nada más. La visita del médico, finalmente, llegó a las tres menos cuarto de la madrugada del viernes. Horas más tarde, suero y extracción de orina para analítica. Y de nuevo se hizo el silencio. Al día siguiente, sábado por la mañana, a las 12.30 horas aún no había pasado el médico. Los enfermeros no sabían ni qué contestar. «Llevamos más de diez horas en Urgencias; queremos saber qué pasa», dijo mi madre. Nadie sabía qué decir a eso. Bueno, sí, que pongamos una reclamación para que así quede constancia de la queja y la vean sus superiores. Afortunadamente, todo quedó en una infección pulmonar y de orina y, finalmente, regresó a casa en ambulancia (casi no puede caminar). Eso sí, después de esperar otras cinco horas más a que llegara el transporte. Lo que me queda claro de esta experiencia es que algo se está haciendo realmente mal cuando existe la sensación generalizada y compartida del pésimo servicio que suele ofrecer Urgencias de Can Misses. Demasiado hospital para tan poco personal, en definitiva.