El poeta vivo y coleando –acaba de publicar en la editorial Siruela sus memorias y su Obra Completa hasta 2010– más importante de las letras hispánicas es Antonio Colinas. De él nos dice Javier Huerta, catedrático de Literatura de la Universidad Complutense, que «en tiempos bárbaros como los que corren, la lectura de la poesía de Colinas supone reencontrarse con el espíritu del humanismo: la devoción por los clásicos, el elogio de la naturaleza, el reinado de la armonía; no hay en la poesía española actual un caso como el suyo de tanto compromiso cívico y moral con la regeneración cultural que nuestro país necesita». Y así es: honestidad con su poesía y con su vida, sin trepar, transitando por el camino difícil del Arte, diciendo en cada momento su verdad, defendiendo la cultura que no la «ceja»: de ahí que sus Memorias de un estanque no hayan sido del gusto de los cainitas de siempre. En estas memorias tan memorables, amenas y bien escritas, nuestro poeta dedica páginas a su (por decirlo al modo de Rilke) patria ibicenca, a sus amigos como Vicente Calbet, a sus excavaciones, a sus excursiones por la isla en su citröen 2cv: seguro que Colinas conoce al mejor carpintero de España que es el de Sant Llorenç de Balàfia, en esa Eivissa interior, isla de la Isla. Cuando Colinas llegó en barco a Eivissa pensó que «había en el aire como una especie de sol de miel que lo envolvía todo, pero especialmente las casa blancas y las murallas de la ciudad antigua». En ese envoltorio poético escribió parte de una obra poética hace unos pocos años cerrada como un círculo que se cierra. Enhorabuena a esa Ibiza que como Tarquinia o como el Teleno, no sale en los selfíes de los hooligans sino que está encriptada en una obra humanística y de largo aliento, que sigue en marcha, como un círculo abierto que ahora se abre y que no sabemos cuándo, dónde y por qué se cerrará.