Hoy, día 28 de agosto, es la festividad de San Agustín, un sabio Obispo del siglo IV, maestro cuya doctrina conserva toda su actualidad, y es un santo, maestro y doctor de la Iglesia católica, y uno de los más grandes genios de la humanidad. Dedicó gran parte de de su vida a escribir sobre filosofía y teología, siendo los libros Confesiones y la Ciudad de Dio sus obras más destacadas. Su fiesta entre nosotros se celebrará, como cada año, de una forma solemne y especial en la Parroquia de San Agustín d’es Vedrá, pero deseo invitar a todos, estimados lectores de mis artículos semanales, a celebrar esta fiesta, como la de cada santo, porque los santos nos estimulan con el ejemplo de su vida, la ayuda de su intercesión y la participación en su destino, de modo que animados por ellos, luchemos sin desfallecer en la carrera de nuestra vida en la tierra y alcancemos como ellos la gloria.

Nació en África en el año 354, de un padre pagano y una madre cristiana. Su padre fue pagano hasta poco antes de su muerte, y su conversión fue una respuesta a las oraciones de su mujer, Santa Mónica, cuya fiesta fue ayer. Ella también oraba por la conversión de su hijo Agustín. Acabada la escuela, a los 17 años inició una relación con una chica, con quien vivió sin casarse casi catorce años y guardándose mutua fidelidad. Tuvo un hijo de esa unión que falleció antes de los 20 años.

Siendo Agustín profesor de gramática y retórica, con mucha admiración, hacia sufrir a su madre pues hasta sus 28 años perteneció a la sexta herética de los Maniqueos, que creían en un dios del bien y uno del mal y que sólo el espíritu del hombre era bueno.

Con la oración y la paciencia de su madre, la gracia empezó a ser efectiva en la vida de Agustín. A un cierto punto, viviendo en Milán empezó a asistir a las catequesis de Arzobispo de allí, San Ambrosio. Ello junto la lectura de la conversión de un gran orador pagano y las Epístolas de San Pablo, su corazón empezó a acoger la verdad de la fe católica. Un día estando en el jardín de su casa orando a Dios pidiéndole que le ayudara a ser puro, oyó la voz de un niño que le decía: "Toma y lee"; abrió la Biblia en Romanos 13,13-14, como cuenta en el cap. 8 de las Confesiones, y eso marcó su vida: a partir de ese momento estuvo firme en su resolución y fue casto el resto de su vida. Al año siguiente, el 387, fue bautizado por el Arzobispo de Milán. Poco después su madre cayó enferma y falleció; muriendo, como recuerdo muchas veces en los funerales que oficio, ella le dijo que no se preocupara por el lugar donde la enterraran sino que la recordará siempre que acudiera al altar del Dios.

Tras la muerte de su madre, Agustín regresó a África, viviendo en estilo monástico. Después se ordenó sacerdote y cinco años después fue elegido Obispo de Hipona, cargo que ejerció por 34 años. Con su tiempo y su talento, ayudó a todos y escribió mucho y bien para auxiliar, siendo una figura destacada del cristianismo, aportando enseñanzas hacia la función de la gracia en nuestra salvación. Más de cien obras suyas suscitan las verdades de la fe católica.

En el año 430 se enfermó y falleció el 28 de agosto de ese año. Fue enterrado allí en Hipona, y después fue trasladado a Pavía, en Italia, donde he tenido la suerte de visitar alguna vez sus restos.

San Agustín ha sido uno de los más más grandes colaboradores de la difusión de las ideas católicas y es un gran ejemplo para todos nosotros: de pecador se convirtió en santo y nos da la esperanza a todos de que lo podemos lograr sí con la palabra de Dios, con la acogida de su ayuda, con la gracia divina y el esfuerzo humano de cada día podemos llegar a ser las personas que Dios nos invita a ser viviendo en el mundo con fe, con esperanza y con caridad. Que día que nos lo recuerda, pues, promueva en nosotros esos pasos aquí en la tierra caminando hacia el cielo.