Son tiempos convulsos que escriben en los horizontes y el corazón signos para los que quieran ver y escuchar. Signos que se escriben a diario en esta bella isla privilegiada que está elaborando con ellos un canto de cisne, pues su aguas merman irremediablemente, sus transparencias turquesas desaparecen, la tierra fértil se ha urbanizado, las serpientes reptan por un suelo ancestralmente sagrado. Un canto para el despertar.

Isla de primordialidad que en un momento de su historia geológica sufrió un cataclismo que la convirtió en una isla sin ningún tipo de animal reptante que supusiera un peligro para el hombre, y sólo el lenguaje de los pájaros hizo nido en sus geografías de bosque y cala. Por ello los fenicios hicieron de su tierra el lugar de descanso para sus antepasados y miles de restos descansan convirtiéndose sus huesos en el rostro que mira desde la tierra el caminar de los hombres actuales.

Un caminar que fue lento, pues hasta el siglo XX la rueda no vino a precipitar el paso armonioso de los hombres ibicencos. Y cuentan los payeses que pese a la extrema dureza de esa vida primordial, sencilla y dura estaba bendecida de cierta felicidad profunda, de un contento simple de saberse en el centro de una acción armoniosa con el medio terrestre y celeste. Pero llegó la rueda y ese tiempo ecológico de pájaros y tiempos cósmicos de lentitud se precipitó en un desarrollismo salvaje que promete anegar la isla en una sombra mortal. Y como símbolo de esa sombra llegaron las primeras serpientes a invadir un territorio virgen, como para manchar la tierra pura de los ancestros y significar que el mal, había llegado a la Isla Pitiusa y que se arrastraba corrompiendo a muchos de sus hijos que trasformaron la tierra sagrada en una oportunidad de negocio, aunque para ello fuera necesario perder en las drogas y en el alcohol y en una sexualidad desordenada a toda una generación de jóvenes, que buscando la felicidad de una isla con promesas de belleza cayeron en los paraísos artificiales tan infértiles.

Vender la tierra de los ancestros y dejar que las capas freáticas sean esquilmadas y las aguas marinas contaminadas por complejos hoteleros. Dejar que la sombra llegue a la isla en un combate entre el bien hacer y el mal hacer, entre círculos viciosos nacidos de la avidez que toda alma lleva en su alma, de no saciarse nunca con nada y el círculo virtuoso de contentarse con poco para que todos los demás puedan tener su parte de paraíso, «nada en demasía” decía el oráculo de Delfos.

Como un cáncer devoran sus propios recursos en una huida hacia adelante cortoplacista. Cuentan de islas que perecieron por no parar a tiempo su autoinmolación. Quiera la Diosa de la Misericordia que habita el corazón de la isla derramar su dulzura como lo hizo con aquel santo que hermitañeaba en Es Vedrà dándole miel como sustento y esa dulce suavidad despierte a los corazones de estas gentes privilegiadas y vuelva el sentido de lo sagrado, que exige sacrificio, a despertarse y apostar por un turismo de interior, en todo el sentido profundo de la palabra, renunciando sí, al becerro de oro, a las cebollas del faraón, por el maná que tenían sus ancestros al ser uno con la naturaleza amada.